11/07/2017, 22:51
—Datsue el Historiador —replicó Akame, jocoso, bromeando con aquella costumbre tan propia de su compañero de ponerse apelativos, todos inventados, para fanfarronear.
Apenas se adentraron en el bosque, la oscura sombra de las copas de los árboles les envolvió casi por completo. La luz de la Luna apenas se filtraba entre la foresta, y Kaido preguntó —con buen criterio— si alguno era capaz de iluminar un poco el ambiente. Akame sonrió con suficiencia y dejó que sus acciones respondiesen por él. Chasqueó los dedos de la mano diestra y una esfera rojiza surgió de entre ellos, como una canica de fuego. Era pequeña, pero lo bastante luminosa como para permitirles ver a unos cinco metros alrededor. También desprendía un poco de calor.
—Al faro, entonces.
El Uchiha siguió el sendero junto con sus compañeros. Iba prestando especial atención al punto en el que se suponía que estaría el carruaje despeñado, junto al camino...
—¡Allí! —exclamó el gennin.
Al acercarse, los chicos verían un amasijo de tablones y escombros de madera, cristales rotos y correas deshilachadas. No cabía duda de que era el mismo carromato que, horas antes, el señor Soshuro había tomado en el embarcadero de la isla para ir a su mansión.
«Menuda caída... Ha quedado para el arrastre». Akame se acercó con paso cauto, buscando algún signo de que hubiese supervivientes. Junto al destrozado carromato había un par de cadáveres retorcidos en posiciones imposibles, seguramente producto del choque contra el suelo de tierra y hierba. El Uchiha se agachó junto a ellos —todavía no habían empezado a oler— y examinó las heridas.
—En efecto, parecen encajar con un despeñe —corroboró en voz alta, más para sí mismo que para sus compañeros—. Pero parece que no hay rastro del señor Soshuro, ni de nuestro timonel.
Dijo lo último con un deje de alivio en la voz. El hecho de que el cadáver de aquel marinero no yaciese junto a los otros, destrozado por la caída, era más de lo que había esperado.
De repente, los tres chicos pudieron oír un susurro. Era tenue, muy débil, y parecía provenir del faro. Si afinaban el oído podrían percibir que era más bien un salmo, recitado en voz baja pero que sorprendentemente era audible incluso desde allí, a cierta distancia todavía del curioso edificio. Era imposible distinguir las palabras.
Apenas se adentraron en el bosque, la oscura sombra de las copas de los árboles les envolvió casi por completo. La luz de la Luna apenas se filtraba entre la foresta, y Kaido preguntó —con buen criterio— si alguno era capaz de iluminar un poco el ambiente. Akame sonrió con suficiencia y dejó que sus acciones respondiesen por él. Chasqueó los dedos de la mano diestra y una esfera rojiza surgió de entre ellos, como una canica de fuego. Era pequeña, pero lo bastante luminosa como para permitirles ver a unos cinco metros alrededor. También desprendía un poco de calor.
—Al faro, entonces.
El Uchiha siguió el sendero junto con sus compañeros. Iba prestando especial atención al punto en el que se suponía que estaría el carruaje despeñado, junto al camino...
—¡Allí! —exclamó el gennin.
Al acercarse, los chicos verían un amasijo de tablones y escombros de madera, cristales rotos y correas deshilachadas. No cabía duda de que era el mismo carromato que, horas antes, el señor Soshuro había tomado en el embarcadero de la isla para ir a su mansión.
«Menuda caída... Ha quedado para el arrastre». Akame se acercó con paso cauto, buscando algún signo de que hubiese supervivientes. Junto al destrozado carromato había un par de cadáveres retorcidos en posiciones imposibles, seguramente producto del choque contra el suelo de tierra y hierba. El Uchiha se agachó junto a ellos —todavía no habían empezado a oler— y examinó las heridas.
—En efecto, parecen encajar con un despeñe —corroboró en voz alta, más para sí mismo que para sus compañeros—. Pero parece que no hay rastro del señor Soshuro, ni de nuestro timonel.
Dijo lo último con un deje de alivio en la voz. El hecho de que el cadáver de aquel marinero no yaciese junto a los otros, destrozado por la caída, era más de lo que había esperado.
De repente, los tres chicos pudieron oír un susurro. Era tenue, muy débil, y parecía provenir del faro. Si afinaban el oído podrían percibir que era más bien un salmo, recitado en voz baja pero que sorprendentemente era audible incluso desde allí, a cierta distancia todavía del curioso edificio. Era imposible distinguir las palabras.