22/07/2017, 03:20
(Última modificación: 22/07/2017, 14:23 por Uchiha Akame.)
Akame entrecerró los ojos hasta quedar en apenas dos rendijas negras cuando su compañero les insultó por lo bajo. No es que él se fuese a ofender —cobarde, viniendo de Datsue, tenía menos credibilidad que un político en verbena—, pero tampoco le hacía gracia que alguien pusiese en duda sus capacidades. Sea como fuere, Datsue acabó accediendo y con paso tembloroso abrió la puerta de madera. Los goznes oxidados rechinaron con un lamento desgarrador y una fría corriente de aire sacudió a los tres muchachos.
El interior del faro estaba casi a oscuras, iluminado sólo por la tenue luz de las pocas antorchas que colgaban de las paredes. Nada más entrar, los muchachos encontraron una estancia sumamente pequeña con una vieja mesa de madera podrida y dos sillas. A la derecha comenzaban las escaleras de caracol que subían hasta la cima. Akame se colocó otra vez detrás de su compañero de Aldea y, con otro leve pero firme empujón, le dirigió hacia el ascenso. «Si Kaido está en lo cierto, encontraremos respuestas en el balcón más alto... El caso es, ¿queremos saber lo que realmente está ocurriendo aquí?».
Los gennin subieron decenas de estrechas escaleras, teniendo incluso que agachar la cabeza a veces para no chocar con los soportes metálicos y oxidados de las antorchas que iluminaban pobremente el ascenso a la cima del faro.
Tras una agotadora subida, al fin vislumbraron un rellano al final de las escaleras. Correspondía a la parte más alta del faro, una estancia igual de pequeña que la de abajo pero con un gran ventanal quedaba al balcón exterior. Había también dos estanterías de madera —igual de podrida que la de la mesilla de abajo— repletas de libros polvorientos.
—Cuando la Luna de sangre baja...
La voz sobresaltó al Uchiha, que dió un respingo y se giró rápidamente hacia el balcón. Allí había una mecedora de color marrón oscuro, y reposando sobre ella, una figura. Kaido la reconocería como el anciano que les había estado observando durante el camino a la mansión del señor Soshuro. El tipo vestía con andrajos y sujetaba un bastón en la mano derecha con el que señalaba continuamente a la Luna. Una Luna grande —quizás demasiado grande— que se alzaba en el cielo nocturno, frente a ellos. Daba la sensación de que casi podrían tocarla si alargasen la mano.
—La línea entre hombres y bestias se difumina... —continuó el anciano, canturreando.
Tenía los ojos tapados con una venda muy sucia, y su rostro estaba surcado de arrugas, manchas y heridas a medio cicatrizar.
El interior del faro estaba casi a oscuras, iluminado sólo por la tenue luz de las pocas antorchas que colgaban de las paredes. Nada más entrar, los muchachos encontraron una estancia sumamente pequeña con una vieja mesa de madera podrida y dos sillas. A la derecha comenzaban las escaleras de caracol que subían hasta la cima. Akame se colocó otra vez detrás de su compañero de Aldea y, con otro leve pero firme empujón, le dirigió hacia el ascenso. «Si Kaido está en lo cierto, encontraremos respuestas en el balcón más alto... El caso es, ¿queremos saber lo que realmente está ocurriendo aquí?».
Los gennin subieron decenas de estrechas escaleras, teniendo incluso que agachar la cabeza a veces para no chocar con los soportes metálicos y oxidados de las antorchas que iluminaban pobremente el ascenso a la cima del faro.
Tras una agotadora subida, al fin vislumbraron un rellano al final de las escaleras. Correspondía a la parte más alta del faro, una estancia igual de pequeña que la de abajo pero con un gran ventanal quedaba al balcón exterior. Había también dos estanterías de madera —igual de podrida que la de la mesilla de abajo— repletas de libros polvorientos.
—Cuando la Luna de sangre baja...
La voz sobresaltó al Uchiha, que dió un respingo y se giró rápidamente hacia el balcón. Allí había una mecedora de color marrón oscuro, y reposando sobre ella, una figura. Kaido la reconocería como el anciano que les había estado observando durante el camino a la mansión del señor Soshuro. El tipo vestía con andrajos y sujetaba un bastón en la mano derecha con el que señalaba continuamente a la Luna. Una Luna grande —quizás demasiado grande— que se alzaba en el cielo nocturno, frente a ellos. Daba la sensación de que casi podrían tocarla si alargasen la mano.
—La línea entre hombres y bestias se difumina... —continuó el anciano, canturreando.
Tenía los ojos tapados con una venda muy sucia, y su rostro estaba surcado de arrugas, manchas y heridas a medio cicatrizar.