28/07/2017, 19:16
Akame asintió ante la propuesta de su compañero de Aldea, que buscaba hallar un término medio entre su prudencia y el arrojo de Kaido. «No me extraña en absoluto. Todo en Kotetsu-san parece medido a la perfección para buscar el equilibrio en el centro, hasta sus medidas palabras».
Poco después el anfitrión de aquella reunión subversiva anunció que se iba a dormir, y el Uchiha correspondió con una reverencia. Tras Kotetsu, Akame se puso en pie y se fue a su habitación.
Aquella noche apenas dormiría mientras las imágenes de la emboscada en el camino le asaltaban continuamente. Los gritos, la sangre, el rostro deformado por el dolor del joven Tamaro y las caras que no conocía de su mujer y su hija, a las que probablemente nunca volvería a ver.
—Pues... Aquí estamos.
Akame había aparecido en la galería poco después de su compañero de Aldea, tras un desayuno copioso —siempre tenía más apetito cuando dormía poco—. Vestía con unos pantalones pesqueros de tonalidad arenosa, sandalias ninja y camiseta azul oscuro con el símbolo del clan Uchiha en la espalda, de cuello alto y manga larga ocultando el mecanismo de kunai que llevaba ajustado en la muñeca derecha. Los surcos oscuros bajo sus ojos —producto de la noche de insomnio— se fundían con su nariz torcida y la oreja mutilada para darle el aspecto de un perro apaleado. «No sé si se pudiera encontrar un modelo peor que yo en todo Oonindo», pensó el muchacho, no falto de razón.
Mientras admiraba la arquitectura de la galería, Akame se paseó por el lugar buscando cualquier detalle que le llamase la atención. Claro está, aparte del gran portón sellado que les cortaba el paso, más propio de mazmorras o cámaras acorazadas que del estudio de un artista. Pero, como en aquella aventura ya se había acostumbrado a semejantes rarezas, el Uchiha no le dio mayor importancia.
Al final acabó plantándose junto a Kotetsu, brazos cruzados y espada al cinturón, esperando la llegada de Satomu.
Poco después el anfitrión de aquella reunión subversiva anunció que se iba a dormir, y el Uchiha correspondió con una reverencia. Tras Kotetsu, Akame se puso en pie y se fue a su habitación.
Aquella noche apenas dormiría mientras las imágenes de la emboscada en el camino le asaltaban continuamente. Los gritos, la sangre, el rostro deformado por el dolor del joven Tamaro y las caras que no conocía de su mujer y su hija, a las que probablemente nunca volvería a ver.
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—Pues... Aquí estamos.
Akame había aparecido en la galería poco después de su compañero de Aldea, tras un desayuno copioso —siempre tenía más apetito cuando dormía poco—. Vestía con unos pantalones pesqueros de tonalidad arenosa, sandalias ninja y camiseta azul oscuro con el símbolo del clan Uchiha en la espalda, de cuello alto y manga larga ocultando el mecanismo de kunai que llevaba ajustado en la muñeca derecha. Los surcos oscuros bajo sus ojos —producto de la noche de insomnio— se fundían con su nariz torcida y la oreja mutilada para darle el aspecto de un perro apaleado. «No sé si se pudiera encontrar un modelo peor que yo en todo Oonindo», pensó el muchacho, no falto de razón.
Mientras admiraba la arquitectura de la galería, Akame se paseó por el lugar buscando cualquier detalle que le llamase la atención. Claro está, aparte del gran portón sellado que les cortaba el paso, más propio de mazmorras o cámaras acorazadas que del estudio de un artista. Pero, como en aquella aventura ya se había acostumbrado a semejantes rarezas, el Uchiha no le dio mayor importancia.
Al final acabó plantándose junto a Kotetsu, brazos cruzados y espada al cinturón, esperando la llegada de Satomu.