3/08/2017, 15:46
(Última modificación: 5/08/2017, 17:25 por Uchiha Akame.)
—De ninguna manera, Datsue-kun —replicó Akame, bien serio, cuando su compañero trató de escaquearse—. Entraremos todos, machacaremos a este tipo y le haremos unas cuantas preguntas a Rokuro Hei-dono.
No pensaba dejar que su compañero de Aldea evadiese de aquella forma tan simple lo que era su responsabilidad. Al fin y al cabo, él tenía tantas ganas de averiguar lo que había pasado como el que más —o eso parecía—. «Me da a mí que este chico siempre intenta pasarse de listo», se dijo Akame. Estaba apenas empezando a calar a su compañero de Villa.
Sea como fuere, y dispuesto a no dejar que Datsue se escondiese como un cobarde, Akame avanzó con cuidado hacia la entrada. Se agachó para colocarse bajo la ventana y luego subió la cabeza muy despacio, de forma casi cómica, para echar un vistazo en el interior. Ninguna de las personas que estaban allí dentro parecía haberse dado cuenta. Y no eran pocas. Con un gesto de su mano diestra, el Uchiha indicó a sus compañeros que se arrimasen para poder ver también lo que sucedía dentro.
El interior era tan parco como podía deducirse desde fuera, apenas un local pequeño y con poco mobiliario. Había únicamente una mesa cuadrada en el centro, frente a la puerta, y alrededor de ella varias sillas. Sólo una estaba ocupada, sin embargo, por el músico. Rokuro Hei parecía un muerto viviente, pálido como la nieve y con los ojos desencajados del miedo. Entre sus manos tenía aquel shamisen negro.
Alrededor, de pie, había varias figuras.
—¡Y pues bueno! ¿Me dices que este tipo es capaz de revivir a los muertos, Nezumi? —el que hablaba era un tipo bajito y regordete, mucho mejor vestido que los demás, con varias cadenas y anillos de oro en su atuendo y que sostenía un puro encendido en su mano derecha.
—Así como lo oye, Jefe. Lo han visto estos dos ojos —el interpelado, al que los chicos reconocerían como Cara de Rata, se señaló la cara—. Oí los rumores de lo que pasó en el Honimusha después de que me mandaste a ajustarle las cuentas a ese contable soplón. Yo mismo no me lo creía, Jefe. Pero, después, en el funeral...
El llamado Jefe fumó una honda calada de su puro y se colocó junto a Rokuro. Además de ellos tres, en la habitación había cuatro hombres más; tres de ellos vestían armadura de cuero y llevaban sendas espadas en el cinturón. Eran jóvenes y corpulentos, con cara de pocos amigos. El cuarto era distinto; un tipo que debía rondar los cuarenta y largos, de pelo castaño y afeitado casi a ras. Vestía indumentaria de mercenario y tenía la cara y los brazos llenos de cicatrices de distinto tamaño y profundidad.
«El shinobi», pensó Akame tras examinar el chakra de aquel tío con su Sharingan.
—Te creo, Nezumi, te creo... —empezó a decir el Jefe.
Extendió la mano libre hacia uno de sus muchachos y éste desfundó su cuchillo y se lo dio. El Jefe se lo ofreció entonces a Nezumi, tomándolo por el mango.
—Por eso mismo quiero que te rajes la garganta.
El aludido se quedó de piedra. Inmóvil como una estatua.
—Venga, hombre, ¿no dices que este músico de los cojones es capaz de revivir a los muertos? ¿De qué tienes miedo entonces?
No pensaba dejar que su compañero de Aldea evadiese de aquella forma tan simple lo que era su responsabilidad. Al fin y al cabo, él tenía tantas ganas de averiguar lo que había pasado como el que más —o eso parecía—. «Me da a mí que este chico siempre intenta pasarse de listo», se dijo Akame. Estaba apenas empezando a calar a su compañero de Villa.
Sea como fuere, y dispuesto a no dejar que Datsue se escondiese como un cobarde, Akame avanzó con cuidado hacia la entrada. Se agachó para colocarse bajo la ventana y luego subió la cabeza muy despacio, de forma casi cómica, para echar un vistazo en el interior. Ninguna de las personas que estaban allí dentro parecía haberse dado cuenta. Y no eran pocas. Con un gesto de su mano diestra, el Uchiha indicó a sus compañeros que se arrimasen para poder ver también lo que sucedía dentro.
El interior era tan parco como podía deducirse desde fuera, apenas un local pequeño y con poco mobiliario. Había únicamente una mesa cuadrada en el centro, frente a la puerta, y alrededor de ella varias sillas. Sólo una estaba ocupada, sin embargo, por el músico. Rokuro Hei parecía un muerto viviente, pálido como la nieve y con los ojos desencajados del miedo. Entre sus manos tenía aquel shamisen negro.
Alrededor, de pie, había varias figuras.
—¡Y pues bueno! ¿Me dices que este tipo es capaz de revivir a los muertos, Nezumi? —el que hablaba era un tipo bajito y regordete, mucho mejor vestido que los demás, con varias cadenas y anillos de oro en su atuendo y que sostenía un puro encendido en su mano derecha.
—Así como lo oye, Jefe. Lo han visto estos dos ojos —el interpelado, al que los chicos reconocerían como Cara de Rata, se señaló la cara—. Oí los rumores de lo que pasó en el Honimusha después de que me mandaste a ajustarle las cuentas a ese contable soplón. Yo mismo no me lo creía, Jefe. Pero, después, en el funeral...
El llamado Jefe fumó una honda calada de su puro y se colocó junto a Rokuro. Además de ellos tres, en la habitación había cuatro hombres más; tres de ellos vestían armadura de cuero y llevaban sendas espadas en el cinturón. Eran jóvenes y corpulentos, con cara de pocos amigos. El cuarto era distinto; un tipo que debía rondar los cuarenta y largos, de pelo castaño y afeitado casi a ras. Vestía indumentaria de mercenario y tenía la cara y los brazos llenos de cicatrices de distinto tamaño y profundidad.
«El shinobi», pensó Akame tras examinar el chakra de aquel tío con su Sharingan.
—Te creo, Nezumi, te creo... —empezó a decir el Jefe.
Extendió la mano libre hacia uno de sus muchachos y éste desfundó su cuchillo y se lo dio. El Jefe se lo ofreció entonces a Nezumi, tomándolo por el mango.
—Por eso mismo quiero que te rajes la garganta.
El aludido se quedó de piedra. Inmóvil como una estatua.
—Venga, hombre, ¿no dices que este músico de los cojones es capaz de revivir a los muertos? ¿De qué tienes miedo entonces?