9/08/2017, 16:31
(Última modificación: 9/08/2017, 16:35 por Uchiha Akame.)
Tan absorto estaba Akame en lo que sucedía dentro de aquel cuchitril, que ni siquiera se dio cuenta de que su compañero de Aldea se había dado a la fuga hasta que éste se despidió con la promesa de traer a más hombres. «Maldita sea, Datsue-kun, ¿tenías que huir?», maldijo para sus adentros el Uchiha. «Qué remedio... Tendremos que apañárnoslas». Luego, volvió la vista hacia dentro.
Nezumi había conseguido incorporarse, todavía con aquella daga incrustada en el gaznate y chorreando sangre a mansalva, tanto por la herida como por la boca y los ojos. Emitía un gorjeo sordo parecido al de una cancela vieja al abrirse, y ante la atónita mirada de todos los presentes, trató de agarrar del cuello al Jefe.
—¡La puta madre! ¿¡A qué están esperando!? ¡Mátenlo... O lo que sea! —vociferó mientras retrocedía, espantado.
Los sicarios —el ninja no se movió— desenvainaron sus espadas y empezaron a lanzar aterrados tajos hacia el cadáver andante. Poco a poco lo fueron haciendo mierda hasta que el tipo con cara de rata cayó de espaldas, convertido en una pulpa sanguiolienta y huesuda. Rokuro Hei dejó de tocar para vomitar delante de la silla donde estaba sentado; estaba blanco y parecía en muy mal estado.
—Arg, qué asco. Muchachos, recojan esto. Taka-san, vamos a dar una vuelta con Rokuro-dono... Estoy seguro de que esa magia suya interesará a algunos de mis amigos.
El ninja mercenario obedeció sin decir palabra, agarrando al músico de un brazo para levantarlo sin esfuerzo. El Jefe y él se dieron media vuelta, abandonando el local por una puerta trasera que ninguno de los gennin había visto antes —y que Datsue había insistido en comprobar—. Mientras, los otros sicarios empezaron a limpiar el desaguisado.
Datsue llegó al templo unos minutos después. La muchedumbre se había cambiado de careta, pues ahora quedaban pocos de los invitados y la mayoría eran curiosos que se habían acercado a mirar, atraídos por el escándalo y el rumor de un cadáver que se había intentado escapar de su ataúd.
El Uchiha vería que no había demasiados guardias, apenas cuatro de ellos, y mientras dos conversaban animadamente junto al ataúd de Ishigami Takuya —como si todo aquello no fuese más que una invención supersticiosa—; otros dos interrogaban a un puñado de testigos. Por sus caras no parecían estar creyendo lo más mínimo.
Nezumi había conseguido incorporarse, todavía con aquella daga incrustada en el gaznate y chorreando sangre a mansalva, tanto por la herida como por la boca y los ojos. Emitía un gorjeo sordo parecido al de una cancela vieja al abrirse, y ante la atónita mirada de todos los presentes, trató de agarrar del cuello al Jefe.
—¡La puta madre! ¿¡A qué están esperando!? ¡Mátenlo... O lo que sea! —vociferó mientras retrocedía, espantado.
Los sicarios —el ninja no se movió— desenvainaron sus espadas y empezaron a lanzar aterrados tajos hacia el cadáver andante. Poco a poco lo fueron haciendo mierda hasta que el tipo con cara de rata cayó de espaldas, convertido en una pulpa sanguiolienta y huesuda. Rokuro Hei dejó de tocar para vomitar delante de la silla donde estaba sentado; estaba blanco y parecía en muy mal estado.
—Arg, qué asco. Muchachos, recojan esto. Taka-san, vamos a dar una vuelta con Rokuro-dono... Estoy seguro de que esa magia suya interesará a algunos de mis amigos.
El ninja mercenario obedeció sin decir palabra, agarrando al músico de un brazo para levantarlo sin esfuerzo. El Jefe y él se dieron media vuelta, abandonando el local por una puerta trasera que ninguno de los gennin había visto antes —y que Datsue había insistido en comprobar—. Mientras, los otros sicarios empezaron a limpiar el desaguisado.
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Datsue llegó al templo unos minutos después. La muchedumbre se había cambiado de careta, pues ahora quedaban pocos de los invitados y la mayoría eran curiosos que se habían acercado a mirar, atraídos por el escándalo y el rumor de un cadáver que se había intentado escapar de su ataúd.
El Uchiha vería que no había demasiados guardias, apenas cuatro de ellos, y mientras dos conversaban animadamente junto al ataúd de Ishigami Takuya —como si todo aquello no fuese más que una invención supersticiosa—; otros dos interrogaban a un puñado de testigos. Por sus caras no parecían estar creyendo lo más mínimo.