24/09/2017, 21:06
Nada de lo que Akame hubiera experimentado hasta ese momento podría haberle preparado para lo que atravesó las puertas de la biblioteca. Tanto él como los mercenarios se encogieron involuntariamente al oír aquellos mazazos contra la madera, que sólo podían haber sido propinados por un enemigo inmenso y duro como la roca... Efectivamente, cuando finalmente la puerta cedió, la atravesó una monstruosa figura completamente negra que Akame reconoció casi al instante.
«Es mi... ¡Es mi escultura! Entonces, ¿ese viejo cabrón es el responsable de esto? Si quería matarnos... ¿Por qué contratar a una cuadrilla de mercenarios que le pongan el trabajo más difícil?»
Pronto Akame dejaría de buscar sentido a lo que estaba ocurriendo, más que nada porque dado el carácter extravagante e inestable de Nishijima, algo tan surrealista como aquello era del todo posible. En su lugar, se obligó a prestar atención al monstruo; parecía una serpiente larga y gruesa, solo que tenía patas y garras al final de ellas. «Es... ¿Un dragón?»
—¡Por todos los dioses! —exclamó Toturi, que pese a todo se mantuvo firme en su sitio—. ¡No importa qué tan demoníaco sea nuestro enemigo! ¡A por él! —bramó después.
El veterano y su compañero todavía estaban cubiertos tras la barricadas improvisadas que formaban las estanterías, bloqueando el camino ante la puerta que acababa de atravesar el Dragón Negro. Akodo enarboló su Naginata, buscando clavarla directamente en el pecho de la criatura pero sin salir de la cobertura, mientras que el otro mercenario —la mole forzuda—, buscó rodear las barricadas para acometer a la bestia por el flanco. Su intención era descargarle un mazazo directamente en el costado.
Por su parte Akame realizó una rápida serie de sellos y con la mano diestra tomó tres shuriken de su portaobjetos.
—¡Katon! ¡Hōsenka Tsumabeni!
Al grito le vinieron acompañando tres saetas ígneas, que se dirigían directas a la cabeza de la bestia y guardaban, cada una, una filosa estrella metálica en su interior.
«Es mi... ¡Es mi escultura! Entonces, ¿ese viejo cabrón es el responsable de esto? Si quería matarnos... ¿Por qué contratar a una cuadrilla de mercenarios que le pongan el trabajo más difícil?»
Pronto Akame dejaría de buscar sentido a lo que estaba ocurriendo, más que nada porque dado el carácter extravagante e inestable de Nishijima, algo tan surrealista como aquello era del todo posible. En su lugar, se obligó a prestar atención al monstruo; parecía una serpiente larga y gruesa, solo que tenía patas y garras al final de ellas. «Es... ¿Un dragón?»
—¡Por todos los dioses! —exclamó Toturi, que pese a todo se mantuvo firme en su sitio—. ¡No importa qué tan demoníaco sea nuestro enemigo! ¡A por él! —bramó después.
El veterano y su compañero todavía estaban cubiertos tras la barricadas improvisadas que formaban las estanterías, bloqueando el camino ante la puerta que acababa de atravesar el Dragón Negro. Akodo enarboló su Naginata, buscando clavarla directamente en el pecho de la criatura pero sin salir de la cobertura, mientras que el otro mercenario —la mole forzuda—, buscó rodear las barricadas para acometer a la bestia por el flanco. Su intención era descargarle un mazazo directamente en el costado.
Por su parte Akame realizó una rápida serie de sellos y con la mano diestra tomó tres shuriken de su portaobjetos.
—¡Katon! ¡Hōsenka Tsumabeni!
Al grito le vinieron acompañando tres saetas ígneas, que se dirigían directas a la cabeza de la bestia y guardaban, cada una, una filosa estrella metálica en su interior.