26/09/2017, 11:11
(Última modificación: 26/09/2017, 11:12 por Aotsuki Ayame.)
Eri se lo pensó durante unos instantes, pero al final dejó caer la mano izquierda.
—Vaya, vaya... No es mala idea... —dijo, con el dedo índice sobre el mentón en un esto pensativo—. Si ella me ha robado, lo normal es que pague por su pecado... Bien pensado, Bōshi-sama, bien pensado...
Ayame abrió los ojos como platos. ¿Qué era lo que estaba diciendo su compañera? ¿Era algún tipo de broma? Porque si lo era, era una broma de muy mal gusto... Pero su gesto no parecía reflejar ninguna broma. Comenzó a acercarse a ella con lentitud, y cuando Ayame intentó retroceder se dio cuenta de que no podía moverse. Horrorizada, se miró las piernas. Dos rosales de brillantes rosas blancas que parecían haber sido pintadas recientemente de rojo, la mantenían pegada al suelo. Las espinas se clavaban en su piel, y Ayame seguía sin poder utilizar su habilidad de hidratación.
—E... Espera, Eri-san... ¿Qué...? —exclamó, asustada, agitando ambos brazos por delante de su cuerpo.
Pero Eri parecía totalmente ajena a sus súplicas y seguía acercándose paulatinamente con un kunai lanzando peligrosos destellos al sol. Y, tras ella, Bōshi sonreía y sonreía...
—¡No lo hagas! —suplicó, desesperada.
Y Eri alzó el kunai...
Y entonces ambas se encontraron de pie, lado a lado, contemplando una calabaza sobre un barril con una terrorífica cara tallada en ella. Estaban de nuevo en el huerto de calabazas de Kabocha. ¿O acaso nunca se habían movido de él?
Aterrada, temblorosa y aún con el sudor frío perlando su frente, Ayame tomó a Eri y echó a correr con toda la fuerza de su desesperación, de vuelta a la entrada de Hokutōmori.
—V... ¡Vámonos de aquí! ¡YA! —gritó. Sin embargo, en el último momento la curiosidad le pudo y giró la cabeza. El corazón se le congeló en el pecho cuando vio a lo lejos, plantado en mitad del huerto de calabazas, un hombre espigado vestido de negro y cabellos castaños... Con un gemido ahogado, Ayame miró de nuevo al frente y aceleró aún más el paso.
Llegaron a la entrada del bosque entre asfixiados resuellos, y Ayame se dejó caer de rodillas en la tierra.
—M... maldita... sea... Ha... ha... ha debido de ser... un genjutsu... ¿Cómo... no me he... dado... cuenta? —farfullaba, extenuada. Alzó la mirada hacia Eri, preocupada—. Lo siento... ¿Estás... bien?
—Vaya, vaya... No es mala idea... —dijo, con el dedo índice sobre el mentón en un esto pensativo—. Si ella me ha robado, lo normal es que pague por su pecado... Bien pensado, Bōshi-sama, bien pensado...
Ayame abrió los ojos como platos. ¿Qué era lo que estaba diciendo su compañera? ¿Era algún tipo de broma? Porque si lo era, era una broma de muy mal gusto... Pero su gesto no parecía reflejar ninguna broma. Comenzó a acercarse a ella con lentitud, y cuando Ayame intentó retroceder se dio cuenta de que no podía moverse. Horrorizada, se miró las piernas. Dos rosales de brillantes rosas blancas que parecían haber sido pintadas recientemente de rojo, la mantenían pegada al suelo. Las espinas se clavaban en su piel, y Ayame seguía sin poder utilizar su habilidad de hidratación.
—E... Espera, Eri-san... ¿Qué...? —exclamó, asustada, agitando ambos brazos por delante de su cuerpo.
Pero Eri parecía totalmente ajena a sus súplicas y seguía acercándose paulatinamente con un kunai lanzando peligrosos destellos al sol. Y, tras ella, Bōshi sonreía y sonreía...
—¡No lo hagas! —suplicó, desesperada.
Y Eri alzó el kunai...
Y entonces ambas se encontraron de pie, lado a lado, contemplando una calabaza sobre un barril con una terrorífica cara tallada en ella. Estaban de nuevo en el huerto de calabazas de Kabocha. ¿O acaso nunca se habían movido de él?
Aterrada, temblorosa y aún con el sudor frío perlando su frente, Ayame tomó a Eri y echó a correr con toda la fuerza de su desesperación, de vuelta a la entrada de Hokutōmori.
—V... ¡Vámonos de aquí! ¡YA! —gritó. Sin embargo, en el último momento la curiosidad le pudo y giró la cabeza. El corazón se le congeló en el pecho cuando vio a lo lejos, plantado en mitad del huerto de calabazas, un hombre espigado vestido de negro y cabellos castaños... Con un gemido ahogado, Ayame miró de nuevo al frente y aceleró aún más el paso.
Llegaron a la entrada del bosque entre asfixiados resuellos, y Ayame se dejó caer de rodillas en la tierra.
—M... maldita... sea... Ha... ha... ha debido de ser... un genjutsu... ¿Cómo... no me he... dado... cuenta? —farfullaba, extenuada. Alzó la mirada hacia Eri, preocupada—. Lo siento... ¿Estás... bien?