29/09/2017, 11:11
«Un café sólo y sin azúcar. No vaya a ser que pruebe algo de dulzura en toda su vida», pensó Daruu. «Esta es la clase de hombre con el que voy a tomar clases». Casi se estaba arrepintiendo de la decisión. Le recorrió un sudor frío. «¡No, Daruu, no! ¡No le tienes que tener miedo! ¡Él está interesado en enseñarte! Y tú aprenderás.»
Kiroe observaba a su hijo con curiosidad. Desde hacía un rato, asentía para sí mismo, negaba con la cabeza, y apretaba el puño como si estuviera haciendo un gesto determinado. Todo ello en silencio, y sin tener en cuenta la presencia de todos los demás, por supuesto.
—Daruu, cariño, ¿estás bien?
Daruu levantó la cabeza y miró a su madre, confundido. Todavía estaba con el brazo flexionado y el puño apretado. Se dio cuenta, y, poniéndose rojo como un tomate, se colocó tieso como un alfiler, los ojos muy abiertos y cara de circunstancias. Su madre rio.
Al cabo de unos minutos trajeron los postres. Daruu agradeció la calma que le proporcionaba saber que cada uno se concentraría en su plato y cogió la cuchara, dispuesto a disfrutar de su pastel de fresa.
—Ese chico de Kusagakure casi te da una buena tunda, ¿eh? —comentó su madre después—. Aunque no habría imaginado en mi vida que llegarías a aprender a utilizar el Juuken sin tener nadie que te lo enseñe. ¡Mi pequeño es un genio!
—Sí que me lo enseñó alguien —objetó Daruu.
—¿Eh? ¿Quién? —repuso Kiroe, con un brillo de curiosidad en sus ojos púrpuras.
—Ahora no, mamá. Te lo explico a solas.
—Bueno, vale... De todas formas, esa técnica que utilizaste para atarlo, ¿esa también te la ha enseñado alguien?
Daruu observó a su madre durante unos instantes. Miró de reojo a los demás. Se dio cuenta de que no le agradaba ser el centro de atención. Se encogió sobre sí mismo, como protegiéndose.
—No —dijo, sin más—. Esa no.
Kiroe observaba a su hijo con curiosidad. Desde hacía un rato, asentía para sí mismo, negaba con la cabeza, y apretaba el puño como si estuviera haciendo un gesto determinado. Todo ello en silencio, y sin tener en cuenta la presencia de todos los demás, por supuesto.
—Daruu, cariño, ¿estás bien?
Daruu levantó la cabeza y miró a su madre, confundido. Todavía estaba con el brazo flexionado y el puño apretado. Se dio cuenta, y, poniéndose rojo como un tomate, se colocó tieso como un alfiler, los ojos muy abiertos y cara de circunstancias. Su madre rio.
Al cabo de unos minutos trajeron los postres. Daruu agradeció la calma que le proporcionaba saber que cada uno se concentraría en su plato y cogió la cuchara, dispuesto a disfrutar de su pastel de fresa.
—Ese chico de Kusagakure casi te da una buena tunda, ¿eh? —comentó su madre después—. Aunque no habría imaginado en mi vida que llegarías a aprender a utilizar el Juuken sin tener nadie que te lo enseñe. ¡Mi pequeño es un genio!
—Sí que me lo enseñó alguien —objetó Daruu.
—¿Eh? ¿Quién? —repuso Kiroe, con un brillo de curiosidad en sus ojos púrpuras.
—Ahora no, mamá. Te lo explico a solas.
—Bueno, vale... De todas formas, esa técnica que utilizaste para atarlo, ¿esa también te la ha enseñado alguien?
Daruu observó a su madre durante unos instantes. Miró de reojo a los demás. Se dio cuenta de que no le agradaba ser el centro de atención. Se encogió sobre sí mismo, como protegiéndose.
—No —dijo, sin más—. Esa no.