29/09/2017, 17:10
Era una fresca tarde de Descenso, de cielo despejado y azul y brisa marina agitando las ramas de los árboles. En aquella época del año no solía hacer ni demasiado calor por el día ni demasiado frío por la noche, por lo que era conocida por muchos de los oriundos como el mejor mes para vivir en Uzushiogakure. Entre ellos estaba Uchiha Akame, claro, que recién había vuelto del Valle de los Dojos y su abrasador Verano para encontrar refugio en los templados brazos de su Aldea. Akame siempre había preferido el clima de la costa al del interior, y era por eso que se sentía incluso más afortunado de estar de nuevo en su preciada Uzushiogakure.
Pese a que volvía con un pesado trofeo entre manos, el shinobi era consciente de que si algo le había valido para ganarlo era sin duda su constancia y disciplina. Por esa razón, el mismo día después de llegar de los Dojos —el anterior lo había pasado durmiendo a pierna suelta— se ató firme su portaobjetos en la cintura, se cruzó su vieja espada a la espalda, se ató su bandana del Remolino a la frente y salió de casa rumbo a la Academia.
Aquel día, por ser fin de semana, la mayoría de estudiantes se habría marchado a ver a sus familiares y relativos; el escenario perfecto para practicar. Al Uchiha no le gustaba tener observadores cuando estaba intentando pulir sus habilidades. De modo que, ni corto ni perezoso, Akame se agenció las llaves de uno de los campos de entrenamiento y antes de media tarde ya estaba allí.
El sitio era una explanada de unos cincuenta metros cuadrados, rodeada de vallas metálicas y con un par de bancos de madera a uno de los lados. Era usada normalmente para duelos entre estudiantes, por lo que constituía un terreno limpio y sin obstáculos. Akame dejó su mochila —en la que llevaba un par de bocadillos, una toalla, vendas y una botella de agua fría— en uno de los bancos y empezó a hacer estiramientos.
Pese a que volvía con un pesado trofeo entre manos, el shinobi era consciente de que si algo le había valido para ganarlo era sin duda su constancia y disciplina. Por esa razón, el mismo día después de llegar de los Dojos —el anterior lo había pasado durmiendo a pierna suelta— se ató firme su portaobjetos en la cintura, se cruzó su vieja espada a la espalda, se ató su bandana del Remolino a la frente y salió de casa rumbo a la Academia.
Aquel día, por ser fin de semana, la mayoría de estudiantes se habría marchado a ver a sus familiares y relativos; el escenario perfecto para practicar. Al Uchiha no le gustaba tener observadores cuando estaba intentando pulir sus habilidades. De modo que, ni corto ni perezoso, Akame se agenció las llaves de uno de los campos de entrenamiento y antes de media tarde ya estaba allí.
El sitio era una explanada de unos cincuenta metros cuadrados, rodeada de vallas metálicas y con un par de bancos de madera a uno de los lados. Era usada normalmente para duelos entre estudiantes, por lo que constituía un terreno limpio y sin obstáculos. Akame dejó su mochila —en la que llevaba un par de bocadillos, una toalla, vendas y una botella de agua fría— en uno de los bancos y empezó a hacer estiramientos.