5/10/2017, 17:08
(Última modificación: 5/10/2017, 17:13 por Uchiha Akame.)
Después de un agotador día de camino, cuando el Sol ya se estaba poniendo, los muchachos atisbaron por fin en el horizonte las primeras casas. Siguiendo el sendero de tierra batida que les había llevado hasta allí a través de arrozales y pequeños bosquecillos, llegarían a Ichiban.
El pueblo no ofrecía un paisaje muy distinto al de otros asentamientos pequeños de Uzu no Kuni, un entorno rural y completamente alejado del bullicio de las grandes ciudades. Nada más llegar lo primero que vieron los muchachos fueron dos grupos de casas, cada uno a un lado del sendero. Las viviendas eran bastante humildes, de una sola planta y techados de tejas rojas, muy viejas. En los tejados asomaban chimeneas, ya humeantes en aquella época del año donde el frío viento de las Planicies obligaba a resguardarse por las noches.
Si seguían por el sendero se adentrarían en el pueblo, llegando a la única y principal plaza. Era un espacio abierto de tierra batida, con una fuente de agua corriente en el centro y más viviendas alrededor; incluida la residencia del alguacil, el responsable de Ichiban en el nombre del Daimyō de Uzu no Kuni. En la plaza también encontrarían una tienda de ultramarinos, a aquellas horas cerrada, que podría surtirles al día siguiente si les faltaba algo. Más allá de la plaza, otro grupo de casas —mucho menos numeroso—.
Akame oteó el panorama hasta que sus ojos dieron con la inconfundible posada. Ya había anochecido y la calle, además de mal iluminada, estaba desierta. Sin embargo, las ventanas del hostal —único edificio de Ichiban con dos plantas— dejaban escapar el resplandor del interior y su chimenea humeante prometía confort y calidez.
—Por fin, dioses. Me muero de hambre —anunció el Uchiha, que sin pensarlo dos veces entró en el establecimiento.
La posada era tan humilde por dentro como podía deducirse por fuera. Una estancia lo suficientemente amplia como para que cupiera una vieja barra de madera —con estantería llena de licores y demás detrás—, media docena de pequeñas mesas con un par de sillas cada una y una gran chimenea al fondo. En el lado opuesto al de la puerta, unas escaleras que daban al piso superior. El lugar no estaba excesivamente concurrido, apenas cinco o seis parroquianos que jugaban a las cartas y bebían sake de una botella de cerámica.
—Tendremos que alojarnos aquí. Paga el cliente, según me han dicho en la Aldea.
El pueblo no ofrecía un paisaje muy distinto al de otros asentamientos pequeños de Uzu no Kuni, un entorno rural y completamente alejado del bullicio de las grandes ciudades. Nada más llegar lo primero que vieron los muchachos fueron dos grupos de casas, cada uno a un lado del sendero. Las viviendas eran bastante humildes, de una sola planta y techados de tejas rojas, muy viejas. En los tejados asomaban chimeneas, ya humeantes en aquella época del año donde el frío viento de las Planicies obligaba a resguardarse por las noches.
Si seguían por el sendero se adentrarían en el pueblo, llegando a la única y principal plaza. Era un espacio abierto de tierra batida, con una fuente de agua corriente en el centro y más viviendas alrededor; incluida la residencia del alguacil, el responsable de Ichiban en el nombre del Daimyō de Uzu no Kuni. En la plaza también encontrarían una tienda de ultramarinos, a aquellas horas cerrada, que podría surtirles al día siguiente si les faltaba algo. Más allá de la plaza, otro grupo de casas —mucho menos numeroso—.
Akame oteó el panorama hasta que sus ojos dieron con la inconfundible posada. Ya había anochecido y la calle, además de mal iluminada, estaba desierta. Sin embargo, las ventanas del hostal —único edificio de Ichiban con dos plantas— dejaban escapar el resplandor del interior y su chimenea humeante prometía confort y calidez.
—Por fin, dioses. Me muero de hambre —anunció el Uchiha, que sin pensarlo dos veces entró en el establecimiento.
La posada era tan humilde por dentro como podía deducirse por fuera. Una estancia lo suficientemente amplia como para que cupiera una vieja barra de madera —con estantería llena de licores y demás detrás—, media docena de pequeñas mesas con un par de sillas cada una y una gran chimenea al fondo. En el lado opuesto al de la puerta, unas escaleras que daban al piso superior. El lugar no estaba excesivamente concurrido, apenas cinco o seis parroquianos que jugaban a las cartas y bebían sake de una botella de cerámica.
—Tendremos que alojarnos aquí. Paga el cliente, según me han dicho en la Aldea.