19/10/2017, 16:50
—Espero que no —respondió Akame ante la pregunta de su compañera—. Según me dijeron en la Aldea, el cliente ya nos ha pagado la estancia en este alojamiento.
Luego, los muchachos salieron a la calle.
Ichiban estaba bastante concurrido a aquellas horas de la mañana, al menos para ser un pueblo tan pequeño. La mayoría de los jornaleros que trabajaban en los campos de arroz ya se habían marchado hacía rato, de modo que quienes poblaban las calles de tierra batida eran mayormente mujeres que iban a la plaza o la tienda de ultramarinos. A pesar de que hacía Sol, el viento frío de Otoño soplaba con fuerza en las planicies y esto se notaba en las vestimentas de los lugareños, que se cubrían con túnicas, capas y demás.
Según las indicaciones que le había dado el tabernero a Datsue, la casa del señor Takeda estaba en la plaza principal del pueblo, frente a la tienda de ultramarinos. Los muchachos se dirigieron hacia la residencia del cliente, cruzándose por el camino con algunos pueblerinos; al llegar a la plaza pudieron ver a varios niños muy pequeños jugando con una pelota y a sus madres conversando animadamente.
—Debe ser aquí —aventuró Akame al llegar frente a una casa algo más grande que las demás, construida con el ladrillo blanco y tejado rojo tan propio de la arquitectura de Uzu no Kuni. Tenía una sola planta y varias ventanas en la fachada principal, además de un pequeño patio trasero vallado.
El Uchiha llamó tres veces y luego esperó.
—¿Quién es? —preguntó una voz, temerosa, desde dentro.
—Buenos días, somos los ninjas de Uzushiogakure no Sato que ha solicitado —respondió Akame, sacando el pergamino de misión.
Durante unos momentos se hizo el silencio, y luego las bisagras de la puerta crujieron al abrirse. Un hombre de avanzada edad —debía rondar los cincuenta—, calva incipiente y bigote ralo les escudriñó desde el interior de la vivienda. Sus ojos eran marrones y astutos, y se movían con la rapidez de un observador nato. Se detuvo en las bandanas de los muchachos.
—¡Ah, sois vosotros! Excelente, excelente... —exclamó al rato—. Pasad, pasad... Os ofrecería algo de comer, pero ya he desayunado.
Takeda se retiró dejando la puerta entreabierta. Akame le siguió, internándose en la casa.
La estancia en la que se encontraron los muchachos era una suerte de salón-comedor, bastante amplio y repleto de muebles de apariencia vistosa. «Este tipo tiene dinero», concluyó Akame tras pasar junto a una estantería de madera rojiza con cristaleras a través de las cuales se podía ver una vajilla de cerámica con cubiertos de plata perfectamente ordenada. El cliente les invitó a sentarse alrededor de la única mesa del comedor y les arrimó tres sillas.
—Takeda Masahiro —se presentó finalmente el hombre, con una inclinación de cabeza—. Honrado comerciante, filántropo y ahora propietario descontento —remarcó las últimas palabras con notable molestia —. Me han asegurado que los ninjas del Remolino saben hacer su trabajo, así que iré al grano muchachos. Compré una propiedad en este pueblo a buen precio, ¡una oportunidad sin precedentes, una ganga! —aseguró, hinchando el pecho como un pavo—. Enseguida la ofrecí en alquiler para cualquier honrada familia que tuviese interés en mudarse al campo, disfrutar del ambiente rural, la comida... Esas cosas.
»Claro que, en estos pueblos tan pequeños la gente suele ser envidiosa. ¡Desde hace un tiempo no consigo alojar ni a un sólo inquilino! Estoy muy convencido de que alguien del pueblo, probablemente comido de envidia, está intentando ahuyentar a mis clientes para arruinarme la inversión.
El enfado era visible en las facciones de Takeda, que fruncía los labios y se frotaba las manos a cada tanto.
—Así que preciso de sus servicios para que limpien la imagen, malintencionadamente empañada, de mi noble propiedad. ¡Estoy perdiendo mucho dinero con cada día que no cobro alquiler!
Luego, los muchachos salieron a la calle.
Ichiban estaba bastante concurrido a aquellas horas de la mañana, al menos para ser un pueblo tan pequeño. La mayoría de los jornaleros que trabajaban en los campos de arroz ya se habían marchado hacía rato, de modo que quienes poblaban las calles de tierra batida eran mayormente mujeres que iban a la plaza o la tienda de ultramarinos. A pesar de que hacía Sol, el viento frío de Otoño soplaba con fuerza en las planicies y esto se notaba en las vestimentas de los lugareños, que se cubrían con túnicas, capas y demás.
Según las indicaciones que le había dado el tabernero a Datsue, la casa del señor Takeda estaba en la plaza principal del pueblo, frente a la tienda de ultramarinos. Los muchachos se dirigieron hacia la residencia del cliente, cruzándose por el camino con algunos pueblerinos; al llegar a la plaza pudieron ver a varios niños muy pequeños jugando con una pelota y a sus madres conversando animadamente.
—Debe ser aquí —aventuró Akame al llegar frente a una casa algo más grande que las demás, construida con el ladrillo blanco y tejado rojo tan propio de la arquitectura de Uzu no Kuni. Tenía una sola planta y varias ventanas en la fachada principal, además de un pequeño patio trasero vallado.
El Uchiha llamó tres veces y luego esperó.
—¿Quién es? —preguntó una voz, temerosa, desde dentro.
—Buenos días, somos los ninjas de Uzushiogakure no Sato que ha solicitado —respondió Akame, sacando el pergamino de misión.
Durante unos momentos se hizo el silencio, y luego las bisagras de la puerta crujieron al abrirse. Un hombre de avanzada edad —debía rondar los cincuenta—, calva incipiente y bigote ralo les escudriñó desde el interior de la vivienda. Sus ojos eran marrones y astutos, y se movían con la rapidez de un observador nato. Se detuvo en las bandanas de los muchachos.
—¡Ah, sois vosotros! Excelente, excelente... —exclamó al rato—. Pasad, pasad... Os ofrecería algo de comer, pero ya he desayunado.
Takeda se retiró dejando la puerta entreabierta. Akame le siguió, internándose en la casa.
La estancia en la que se encontraron los muchachos era una suerte de salón-comedor, bastante amplio y repleto de muebles de apariencia vistosa. «Este tipo tiene dinero», concluyó Akame tras pasar junto a una estantería de madera rojiza con cristaleras a través de las cuales se podía ver una vajilla de cerámica con cubiertos de plata perfectamente ordenada. El cliente les invitó a sentarse alrededor de la única mesa del comedor y les arrimó tres sillas.
—Takeda Masahiro —se presentó finalmente el hombre, con una inclinación de cabeza—. Honrado comerciante, filántropo y ahora propietario descontento —remarcó las últimas palabras con notable molestia —. Me han asegurado que los ninjas del Remolino saben hacer su trabajo, así que iré al grano muchachos. Compré una propiedad en este pueblo a buen precio, ¡una oportunidad sin precedentes, una ganga! —aseguró, hinchando el pecho como un pavo—. Enseguida la ofrecí en alquiler para cualquier honrada familia que tuviese interés en mudarse al campo, disfrutar del ambiente rural, la comida... Esas cosas.
»Claro que, en estos pueblos tan pequeños la gente suele ser envidiosa. ¡Desde hace un tiempo no consigo alojar ni a un sólo inquilino! Estoy muy convencido de que alguien del pueblo, probablemente comido de envidia, está intentando ahuyentar a mis clientes para arruinarme la inversión.
El enfado era visible en las facciones de Takeda, que fruncía los labios y se frotaba las manos a cada tanto.
—Así que preciso de sus servicios para que limpien la imagen, malintencionadamente empañada, de mi noble propiedad. ¡Estoy perdiendo mucho dinero con cada día que no cobro alquiler!