25/10/2017, 20:10
(Última modificación: 25/10/2017, 20:22 por Hanamura Kazuma.)
Herida por las acometidas de sus enemigos y aturdida por su propio ataque, la bestia se encontraba en su momento más vulnerable. Aquello no pasó desapercibido para el joven Uchiha, quien haciendo uso de una de las más icónicas técnicas ninjas evadió el Lamento de una Estrella Fugaz. Encontrándose ahora en la posición más elevada posible, procedió a moldear el chakra dentro de sí. Pronto, emergió de su ser un furioso torrente de llamas que, cual cascada luminosa, baño por completo al Dragón Negro.
Como cuando una roca se quiebra ante la presión de las aguas que caen desde poderosas alturas, el cuerpo negruzco y quemado de la escultura comenzó a desmoronarse lentamente. Porque como bien saben los herreros, incluso la piedra más fuerte claudica cuando el fuego de la forja es lo suficientemente intenso.
Y luego del sórdido ruido de una batalla a muerte, la biblioteca quedo en sumo silencio, con el ocasional crepitar de los documentos que yacían quemándose. Un lugar de conocimientos convertido en un erial atestado de cenizas y caluroso como el infierno.
Y como si de una fantasmagoría se tratase, de nuevo el depredador de piedra se vería despistado: en cierto momento, cuando el Cortador de Mares logro dar alcance a Kaido, aquello que mantenía la separación entre agua y carne desapareció, haciendo que su figura se desdibujara hasta ya no ser visible.
Ante de comenzar a buscar de nuevo a su presa se supo víctima de un ataque por la espalda. Resulto ser algo tan poco efectivo como una estocada con una lamentable arma blanca. Giro para encarar a su enemigo y darle el sangriento fin que pudiese merecer… pero aquel muchacho no se iba a entregar tan fácilmente, pues escupió una esfera de agua de aspecto tan delicado como mortal. El cazador retrocedió velozmente, buscando maniobrar para esquivar aquella técnica, pero el arquero que había quedado relegado al borde del agua dio fin a sus intenciones. El ataque consiguió golpearle de lleno, y mientras la sonrisa final de joven azul era registrada los negros ojos del Tiburón Gris, este último se fue desmoronando hasta que sus duros restos quedaron depositados en el fondo de la piscina.
Con aquello habían quedado demostradas dos cosas que los sabios recitaban desde hacía siglos: la primera era que dos tiburones no pueden dominar las mismas aguas simultáneamente. Y la segunda era que no importaba si la piedra eran tan grande, fuerte e imponente como una montaña, pues si el agua era lo suficientemente perseverante habría de terminar desgastándola hasta convertirla en polvo.
El joven se removió y sintió el sabor de la sangre que manaba desde su boca. Aquella mortal escultura se acercaba hacia él con paso lento y ominoso, balanceando la guadaña con la que planeaba ponerle fin. Kōtetsu esperaba que su pétreo enemigo tuviera alguna sorpresa debajo de la manga, pero jamás habría podido prever aquel Crimen y Castigo que mantenía el filo del arma unido a una cadena.
La Muerte Blanca se supo en ventaja y avanzo hasta el guerrero caído, aparentemente indefenso. Alzo una esquelética mano y se dispuso a rebanar su cuello cual ejecución de guillotina, mientras que, tembloroso, al límite de su valor, el soldado de la ballesta trataba de encajar otro perno en la misma.
“Creo que puedes hacer un poco más que esto, mi señor” —susurro Bohimei.
“¿Que te puedo decir? Es bastante fuerte… Estoy cansado y adolorido”
“¿Acaso es miedo eso que sientes? ¿Acaso el cansancio o el dolor serán suficientes como para detenerte? ¿Acaso te dejaras sobrecoger por el pánico y la rendición?”
“¿Perder la calma y permitirme el derrotismo? Le será más fácil matarme que conseguir eso… Aunque planeo matarle primero” —respondió con determinación.
El joven alejo de su mente las dudas y el dolor, moviéndose para esquivar aquel golpe de gracia que estuvo lo suficientemente cerca como para arrancarle la banda protectora. La guadaña, por la fuerza que llevaba, quedo anclada al suelo. Él aprovecho esos instante para esgrimir su sable y causarle una leve herida a la escultura.
La Muerte Blanca se vio levemente herida, y también —ante la determinación de un oponente que reusaba a morir— se vio obligada a recurrir a la última de sus habilidades de ejecución: la cadena y la hoja se cubrieron de una abundante cantidad de chakra, la primera se tensó como un hasta y la segunda vio su filo extendido. En poco tiempo se había convertido en una versión gigantesca y atemorizante de una verdadera guadaña. El joven vio aquello y se supo indefenso si llegaba ser atacado por semejante arma.
Con sus delgadas y frías manos, la escultura esgrimió aquella monstruosidad de forma horizontal. El de ojos grises apenas tuvo tiempo de agacharse cuando todo el chakra acumulado se desprendió al compás de un potente giro, creando una enorme y afilada honda anillada que habría de cortarlo y destrozarlo todo. Él tuvo la suerte de que la naturaleza de aquella técnica fuese similar a la de su propia especialidad, pues fue la única razón de que estuviese apercibido sobre la índole de lo que se avecinaba. Lamentablemente, el soldado no había tenido tanta suerte, pues se había levantado para huir, pero había quedado al alcance de un corte que destrozo todo aquello que estuviese a la altura del pecho de la estatua. Ahora su único aliado había quedado reducido a dos mitades de hombre, mientras que él había quedado solo con la "muerte", en un solario cuyas vigas cortadas amenazaban con hacer colapsar la estructura.
—Llegados a este punto —comenzó, con rostro tranquilo pero con pulso tembloroso mientras se levantaba—, debo decir que ha sido un privilegio enfrentar a un ser que exhibe tanta hermosura y letalidad, y que igualmente voy a acabar contigo.
El joven alzo su espada en alto, por primera vez en toda la pelea en forma dispuesta para el ataque total:
“Es el último tramo del combate, ¿estás listo?” pregunto, Bihimei.
—¡Si! —respondió él.
Kōtetsu se abalanzo hacia la Muerte Blanca, dispuesto a terminar con todo aquello. Lanzo un tajo tras otro, no buscando un golpe contundente sino más bien el manejar el arma rival; sabía que tenía más alcance, por lo que debía evitar que la guadaña de su enemigo lograra separarse de él o llegara a tomar impulso para una acometida. En aquel instante, mientras aquel vals mortal se desarrollaba, entre multitud de sonidos de choque, el combate se veía reducido a una cuestión de paciencia.
Hakagurē comenzó a canalizar chakra en su arma, con calma mientras mantenía la situación en un punto muerto. El asunto de mantener limitada la capacidad ofensiva de la estatua no era la cuestión más importante, era el hecho de que en lo que a paciencia y aguante se refería la muerte le llevaba una insalvable ventaja, aquello le obligaba a buscar un pronto final. En cierto momento retrocedió con un pequeño salto, y la estatua vio aquello como señal de debilidad —la necesidad pura de tomar un respiro— y se arrojó al ataque. Pero fue repelida por un caudal de chakra gris y tormentoso que estallo justo frente a ella y la estampo contra la pared. El joven comenzaba a sentirse mareado de nuevo, por lo que se apresuró a terminar con aquel combate con absoluta determinación. Pero la criatura de piedra también tenía el mismo objetivo; le aprisiono con su esquelética mano y lo elevo hacia los cielos con tanta velocidad y violencia que el muchacho dejo atrás su katana.
En esta ocasión, las alas de piedra de la criatura le llevaron hasta aterradoras alturas, desde donde se arrojó con ferviente intención de aplastar al chico contra el suelo del solario. El muchacho escuchaba el viento soplando en sus oídos mientras lo que le quedaba de calma se aferraba a una esperanza de victoria, que pese a verse lejana se podía apreciar claramente. Yendo contra los instintos que solo le suplicaban que consiguiese la manera de soltarse, tomo un par de kunais y los clavos con fuerza en la base de las alas enemigas, aplicando toda la fuerza de la que era capaz. Caía a una velocidad vertiginosa y la Muerte Blanca parecía no verse afectada, hasta que en cierto punto, cuando ya estaban cerca del suelo, su vuelo se vio desequilibrado y ella misma se vio en la necesidad de frenar antes de que ambos se hiciesen pedazo contra el piso. La sacudida fue feroz, y pese a lo mucho que se redujo la velocidad, el impacto que recibió Kōtetsu fue casi el doble de fuerte que el que ya se había llevado hace poco.
La estatua de muerte se levantó rápidamente, y aquello que encontró fue una pequeña pero densa nube de humo negro en donde se fue a esconder su presa de cabellos blancos. Rápidamente, desplego la cadena de su guadaña y se arrojó hacia la oscuridad. En el centro de la misma encontró a un estático muchacho. Su cadena, junto al filo unido a la misma, se movieron con letalidad en forma de arco, buscando el cuello del ninja entre la nube que comenzaba a disiparse, mientras el mismo parecía ser inconsciente del enemigo que yacía detrás de él… La guadaña le alcanzo y le degolló, no produciendo el típico chorro de sangre, sino una pequeña nubecilla de humo blanco. Entonces, desde más allá de donde podía ver, la muerte fue alcanzada por un sonido idéntico al del último y angustiante suspiro de alguien que ha sido asesinado. Junto con aquello llego una extensión de chakra que se había incrustado en su pecho, sentenciándola. Cuando el humo se disipo por completo, pudo ver a un maltrecho joven sosteniendo el arma desde donde era emitido el filo espectral que había puesto fin al combate.
El muchacho cayo desmayado, pues su cuerpo había sido empujado más allá de sus límites usuales. Y aunque no pudo verlo, su enemigo comenzó resquebrajarse en pequeños fragmentos. Con una expresión vacía que delataba el no entender lo que sucedía, el no entender que el tener humanidad —aunque fuese de piedra— era un sinónimo de ser vulnerable a la muerte.
Los gritos se acentuaban mientras el humo de varios fuegos comenzaba a oscurecer el cielo. A su alrededor algunos cadáveres desperdigados, los rastros de la desesperada lucha de quienes trataron huir. La mansión del escultor se había vuelto un verdadero infierno, y para Akahara Masanobu no había nada más hermoso que aquello en aquel instante. Su plan marchaba adecuadamente, pese a que podía percibir como sus tres enviados habían sido derrotados. El enemigo parecía dispuesto a resistir hasta el final, como era digno de quienes luchan por su vida, pero la barrera aún seguía intacta y el pequeño ejército de piedra que asediaba el palacio apenas se había visto mermado. Aun así, mientras esperaba en el gran espacio de la entrada principal, supo que no podía confiarse —si disfrutar, pero no confiarse—; aquella era una obra de tres actos, y aún quedaba el final, aquel en donde habrían de aparecer aquellos tres que —desde su singular punto de vista— eran los verdaderos villanos, quienes podían representar un peligro para sus objetivos a largo plazo.
Como cuando una roca se quiebra ante la presión de las aguas que caen desde poderosas alturas, el cuerpo negruzco y quemado de la escultura comenzó a desmoronarse lentamente. Porque como bien saben los herreros, incluso la piedra más fuerte claudica cuando el fuego de la forja es lo suficientemente intenso.
Y luego del sórdido ruido de una batalla a muerte, la biblioteca quedo en sumo silencio, con el ocasional crepitar de los documentos que yacían quemándose. Un lugar de conocimientos convertido en un erial atestado de cenizas y caluroso como el infierno.
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Y como si de una fantasmagoría se tratase, de nuevo el depredador de piedra se vería despistado: en cierto momento, cuando el Cortador de Mares logro dar alcance a Kaido, aquello que mantenía la separación entre agua y carne desapareció, haciendo que su figura se desdibujara hasta ya no ser visible.
Ante de comenzar a buscar de nuevo a su presa se supo víctima de un ataque por la espalda. Resulto ser algo tan poco efectivo como una estocada con una lamentable arma blanca. Giro para encarar a su enemigo y darle el sangriento fin que pudiese merecer… pero aquel muchacho no se iba a entregar tan fácilmente, pues escupió una esfera de agua de aspecto tan delicado como mortal. El cazador retrocedió velozmente, buscando maniobrar para esquivar aquella técnica, pero el arquero que había quedado relegado al borde del agua dio fin a sus intenciones. El ataque consiguió golpearle de lleno, y mientras la sonrisa final de joven azul era registrada los negros ojos del Tiburón Gris, este último se fue desmoronando hasta que sus duros restos quedaron depositados en el fondo de la piscina.
Con aquello habían quedado demostradas dos cosas que los sabios recitaban desde hacía siglos: la primera era que dos tiburones no pueden dominar las mismas aguas simultáneamente. Y la segunda era que no importaba si la piedra eran tan grande, fuerte e imponente como una montaña, pues si el agua era lo suficientemente perseverante habría de terminar desgastándola hasta convertirla en polvo.
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El joven se removió y sintió el sabor de la sangre que manaba desde su boca. Aquella mortal escultura se acercaba hacia él con paso lento y ominoso, balanceando la guadaña con la que planeaba ponerle fin. Kōtetsu esperaba que su pétreo enemigo tuviera alguna sorpresa debajo de la manga, pero jamás habría podido prever aquel Crimen y Castigo que mantenía el filo del arma unido a una cadena.
La Muerte Blanca se supo en ventaja y avanzo hasta el guerrero caído, aparentemente indefenso. Alzo una esquelética mano y se dispuso a rebanar su cuello cual ejecución de guillotina, mientras que, tembloroso, al límite de su valor, el soldado de la ballesta trataba de encajar otro perno en la misma.
“Creo que puedes hacer un poco más que esto, mi señor” —susurro Bohimei.
“¿Que te puedo decir? Es bastante fuerte… Estoy cansado y adolorido”
“¿Acaso es miedo eso que sientes? ¿Acaso el cansancio o el dolor serán suficientes como para detenerte? ¿Acaso te dejaras sobrecoger por el pánico y la rendición?”
“¿Perder la calma y permitirme el derrotismo? Le será más fácil matarme que conseguir eso… Aunque planeo matarle primero” —respondió con determinación.
El joven alejo de su mente las dudas y el dolor, moviéndose para esquivar aquel golpe de gracia que estuvo lo suficientemente cerca como para arrancarle la banda protectora. La guadaña, por la fuerza que llevaba, quedo anclada al suelo. Él aprovecho esos instante para esgrimir su sable y causarle una leve herida a la escultura.
La Muerte Blanca se vio levemente herida, y también —ante la determinación de un oponente que reusaba a morir— se vio obligada a recurrir a la última de sus habilidades de ejecución: la cadena y la hoja se cubrieron de una abundante cantidad de chakra, la primera se tensó como un hasta y la segunda vio su filo extendido. En poco tiempo se había convertido en una versión gigantesca y atemorizante de una verdadera guadaña. El joven vio aquello y se supo indefenso si llegaba ser atacado por semejante arma.
Con sus delgadas y frías manos, la escultura esgrimió aquella monstruosidad de forma horizontal. El de ojos grises apenas tuvo tiempo de agacharse cuando todo el chakra acumulado se desprendió al compás de un potente giro, creando una enorme y afilada honda anillada que habría de cortarlo y destrozarlo todo. Él tuvo la suerte de que la naturaleza de aquella técnica fuese similar a la de su propia especialidad, pues fue la única razón de que estuviese apercibido sobre la índole de lo que se avecinaba. Lamentablemente, el soldado no había tenido tanta suerte, pues se había levantado para huir, pero había quedado al alcance de un corte que destrozo todo aquello que estuviese a la altura del pecho de la estatua. Ahora su único aliado había quedado reducido a dos mitades de hombre, mientras que él había quedado solo con la "muerte", en un solario cuyas vigas cortadas amenazaban con hacer colapsar la estructura.
—Llegados a este punto —comenzó, con rostro tranquilo pero con pulso tembloroso mientras se levantaba—, debo decir que ha sido un privilegio enfrentar a un ser que exhibe tanta hermosura y letalidad, y que igualmente voy a acabar contigo.
El joven alzo su espada en alto, por primera vez en toda la pelea en forma dispuesta para el ataque total:
“Es el último tramo del combate, ¿estás listo?” pregunto, Bihimei.
—¡Si! —respondió él.
Kōtetsu se abalanzo hacia la Muerte Blanca, dispuesto a terminar con todo aquello. Lanzo un tajo tras otro, no buscando un golpe contundente sino más bien el manejar el arma rival; sabía que tenía más alcance, por lo que debía evitar que la guadaña de su enemigo lograra separarse de él o llegara a tomar impulso para una acometida. En aquel instante, mientras aquel vals mortal se desarrollaba, entre multitud de sonidos de choque, el combate se veía reducido a una cuestión de paciencia.
Hakagurē comenzó a canalizar chakra en su arma, con calma mientras mantenía la situación en un punto muerto. El asunto de mantener limitada la capacidad ofensiva de la estatua no era la cuestión más importante, era el hecho de que en lo que a paciencia y aguante se refería la muerte le llevaba una insalvable ventaja, aquello le obligaba a buscar un pronto final. En cierto momento retrocedió con un pequeño salto, y la estatua vio aquello como señal de debilidad —la necesidad pura de tomar un respiro— y se arrojó al ataque. Pero fue repelida por un caudal de chakra gris y tormentoso que estallo justo frente a ella y la estampo contra la pared. El joven comenzaba a sentirse mareado de nuevo, por lo que se apresuró a terminar con aquel combate con absoluta determinación. Pero la criatura de piedra también tenía el mismo objetivo; le aprisiono con su esquelética mano y lo elevo hacia los cielos con tanta velocidad y violencia que el muchacho dejo atrás su katana.
En esta ocasión, las alas de piedra de la criatura le llevaron hasta aterradoras alturas, desde donde se arrojó con ferviente intención de aplastar al chico contra el suelo del solario. El muchacho escuchaba el viento soplando en sus oídos mientras lo que le quedaba de calma se aferraba a una esperanza de victoria, que pese a verse lejana se podía apreciar claramente. Yendo contra los instintos que solo le suplicaban que consiguiese la manera de soltarse, tomo un par de kunais y los clavos con fuerza en la base de las alas enemigas, aplicando toda la fuerza de la que era capaz. Caía a una velocidad vertiginosa y la Muerte Blanca parecía no verse afectada, hasta que en cierto punto, cuando ya estaban cerca del suelo, su vuelo se vio desequilibrado y ella misma se vio en la necesidad de frenar antes de que ambos se hiciesen pedazo contra el piso. La sacudida fue feroz, y pese a lo mucho que se redujo la velocidad, el impacto que recibió Kōtetsu fue casi el doble de fuerte que el que ya se había llevado hace poco.
La estatua de muerte se levantó rápidamente, y aquello que encontró fue una pequeña pero densa nube de humo negro en donde se fue a esconder su presa de cabellos blancos. Rápidamente, desplego la cadena de su guadaña y se arrojó hacia la oscuridad. En el centro de la misma encontró a un estático muchacho. Su cadena, junto al filo unido a la misma, se movieron con letalidad en forma de arco, buscando el cuello del ninja entre la nube que comenzaba a disiparse, mientras el mismo parecía ser inconsciente del enemigo que yacía detrás de él… La guadaña le alcanzo y le degolló, no produciendo el típico chorro de sangre, sino una pequeña nubecilla de humo blanco. Entonces, desde más allá de donde podía ver, la muerte fue alcanzada por un sonido idéntico al del último y angustiante suspiro de alguien que ha sido asesinado. Junto con aquello llego una extensión de chakra que se había incrustado en su pecho, sentenciándola. Cuando el humo se disipo por completo, pudo ver a un maltrecho joven sosteniendo el arma desde donde era emitido el filo espectral que había puesto fin al combate.
El muchacho cayo desmayado, pues su cuerpo había sido empujado más allá de sus límites usuales. Y aunque no pudo verlo, su enemigo comenzó resquebrajarse en pequeños fragmentos. Con una expresión vacía que delataba el no entender lo que sucedía, el no entender que el tener humanidad —aunque fuese de piedra— era un sinónimo de ser vulnerable a la muerte.
***
Los gritos se acentuaban mientras el humo de varios fuegos comenzaba a oscurecer el cielo. A su alrededor algunos cadáveres desperdigados, los rastros de la desesperada lucha de quienes trataron huir. La mansión del escultor se había vuelto un verdadero infierno, y para Akahara Masanobu no había nada más hermoso que aquello en aquel instante. Su plan marchaba adecuadamente, pese a que podía percibir como sus tres enviados habían sido derrotados. El enemigo parecía dispuesto a resistir hasta el final, como era digno de quienes luchan por su vida, pero la barrera aún seguía intacta y el pequeño ejército de piedra que asediaba el palacio apenas se había visto mermado. Aun así, mientras esperaba en el gran espacio de la entrada principal, supo que no podía confiarse —si disfrutar, pero no confiarse—; aquella era una obra de tres actos, y aún quedaba el final, aquel en donde habrían de aparecer aquellos tres que —desde su singular punto de vista— eran los verdaderos villanos, quienes podían representar un peligro para sus objetivos a largo plazo.