2/11/2017, 17:39
(Última modificación: 2/11/2017, 18:16 por Uchiha Akame.)
La respuesta de Datsue voló como una afilada daga directa hacia el orgullo del comerciante. En aquella habitación todos eran lo bastante inteligentes como para entender el significado que subyacía en las palabras del Uchiha, pero ninguno pareció reconocerlo. Eri se mantuvo tan seria y profesional como antes, Akame se limitó a esbozar una media sonrisa, y el señor Takeda simplemente se frotó las manos mientras taladraba a Datsue con la mirada. Tardó unos segundos —era evidente que el revés de aquel gennin le había cogido por sorpresa— pero finalmente logró articular una respuesta medianamente aceptable para salir del paso.
—¿Y disfrutar de los lujos de mi propiedad a coste cero? Claro, claro —replicó con aire desdeñoso.
—Un gusto, Takeda-san —dijo Akame mientras hacía una ligera reverencia.
Luego el Uchiha se dio media vuelta y salió de la vivienda del comerciante. El aire frío de la mañana de Otoño le refrescó, poniéndole alerta. Mientras esperaba a que sus dos compañeros le siguieran, cruzando la plaza, el Uchiha iba madurando la información que habían conseguido del cliente. «No demasiada, ni demasiado clara...» En efecto, el señor Takeda les había hablado más de lo que él creía que ocurría —o de lo que le gustaría que estuviese ocurriendo— que de los propios detalles. «Tiene una gran facilidad para hablar sin decir nada y darle la vuelta a las palabras», reflexionó Akame. «Me recuerda a alguien», pensó luego, riendo para sí, mientras miraba de reojo a Datsue.
En apenas un par de minutos se plantaron en la puerta de una casa algo más grande que el resto, de apariencia más sólida y con un rótulo escrito en pergamino y encuadrado en un marco de cristal sobre la puerta, que rezaba...
El rótulo era bonito, adornado con engarces de color azulado y estaba escrito con impecable caligrafía. Al verlo, los muchachos quizás recordarían —de una de sus lecciones de Historia Contemporánea de la Academia— que la familia Daidoji era una línea noble bien conectada a las altas esferas de Uzu no Kuni. «¿Qué hace alguien de tan alta cuna en un pueblo insignificante como este?»
—Bueno muchachos, ¿qué opináis? —preguntó Akame, antes de llamar a la puerta, a sus compañeros—. Esto es curioso.
Sea como fuere, el Uchiha terminó por dar tres firmes toques sobre la madera oscurecida. Instantes después las bisagras crujieron ligeramente, y en el hueco de la entrada apareció una figura masculina. Era un hombre joven —no debía llegar a los veinticinco años—, de pelo negro y bien cuidado recogido en un moño al estilo samurái. Sus facciones eran afiladas y atractivas, y vestía con ropas de apariencia lujosa; un hitarate color azul pálido, hakama color cielo y sandalias de madera. Sobre los ropajes, una armadura completa —incluídos kote y suneate— de color acero claro con ribetes y engarces en azul y oro. Al cinto, una preciosa espada más larga que el ninjatō de Akame.
Sus ojos, marrones y brillantes, examinaron a los tres shinobi.
—¿Puedo ayudarles en algo?
—¿Y disfrutar de los lujos de mi propiedad a coste cero? Claro, claro —replicó con aire desdeñoso.
—Un gusto, Takeda-san —dijo Akame mientras hacía una ligera reverencia.
Luego el Uchiha se dio media vuelta y salió de la vivienda del comerciante. El aire frío de la mañana de Otoño le refrescó, poniéndole alerta. Mientras esperaba a que sus dos compañeros le siguieran, cruzando la plaza, el Uchiha iba madurando la información que habían conseguido del cliente. «No demasiada, ni demasiado clara...» En efecto, el señor Takeda les había hablado más de lo que él creía que ocurría —o de lo que le gustaría que estuviese ocurriendo— que de los propios detalles. «Tiene una gran facilidad para hablar sin decir nada y darle la vuelta a las palabras», reflexionó Akame. «Me recuerda a alguien», pensó luego, riendo para sí, mientras miraba de reojo a Datsue.
En apenas un par de minutos se plantaron en la puerta de una casa algo más grande que el resto, de apariencia más sólida y con un rótulo escrito en pergamino y encuadrado en un marco de cristal sobre la puerta, que rezaba...
«Daidoji Ichigo, delegado de Daimyō-sama»
El rótulo era bonito, adornado con engarces de color azulado y estaba escrito con impecable caligrafía. Al verlo, los muchachos quizás recordarían —de una de sus lecciones de Historia Contemporánea de la Academia— que la familia Daidoji era una línea noble bien conectada a las altas esferas de Uzu no Kuni. «¿Qué hace alguien de tan alta cuna en un pueblo insignificante como este?»
—Bueno muchachos, ¿qué opináis? —preguntó Akame, antes de llamar a la puerta, a sus compañeros—. Esto es curioso.
Sea como fuere, el Uchiha terminó por dar tres firmes toques sobre la madera oscurecida. Instantes después las bisagras crujieron ligeramente, y en el hueco de la entrada apareció una figura masculina. Era un hombre joven —no debía llegar a los veinticinco años—, de pelo negro y bien cuidado recogido en un moño al estilo samurái. Sus facciones eran afiladas y atractivas, y vestía con ropas de apariencia lujosa; un hitarate color azul pálido, hakama color cielo y sandalias de madera. Sobre los ropajes, una armadura completa —incluídos kote y suneate— de color acero claro con ribetes y engarces en azul y oro. Al cinto, una preciosa espada más larga que el ninjatō de Akame.
Sus ojos, marrones y brillantes, examinaron a los tres shinobi.
—¿Puedo ayudarles en algo?