6/11/2017, 19:59
La mirada del alguacil, que se había endurecido con la corteza de la ofensa y la dignidad herida ante las directas palabras de Akame, pasó a Eri y luego a Datsue. Ichigo cerró los ojos, respiró profundamente y luego dejó caer los hombros. Parecía abatido.
—Pasad.
El noble guerrero se dio media vuelta, dejando la puerta abierta, y se internó en la vivienda. Akame lo siguió con paso firme y una media sonrisa en el rostro.
La casa del alguacil no era, ni por mucho, tan lujosa como la del señor Takeda. Al contrario de lo que podría deducirse por su tamaño y el orgulloso rótulo con el apellido Daidoji en su fachada, se trataba de una humilde residencia de pueblo. Contaba con una cocina, un salón y varias habitaciones, pero en ninguna de ellas se apreciaba el lujo y la elegancia que sugerían las ropas del noble... Y su armadura.
—Sentáos, por favor —les invitó Daidoji, arrimando dos sillas más a una mesa que ya tenía una dispuesta a cada lado.
Ichigo desapareció tras la puerta de la cocina y volvió unos minutos más tarde, cargando una bandeja con una tetera caliente y cuatro tazas. Hizo una reverencia ceremoniosa y repartió las tazas a los ninjas para luego llenarlas de aquel cálido líquido amarronado. Akame agradeció el gesto con una inclinación de cabeza y tomó la suya entre sus manos, disfrutando del calorcito que emanaba la cerámica.
—Gracias por su hospitalidad —dijo el Uchiha.
El alguacil tomó asiento y bebió un corto sorbo de su taza. Parecía realmente agotado, y ahora que lo veían ahí sentado, sin su porte regio, hasta se le podían distinguir unas ojeras amoratadas.
—Queríais la verdad —comenzó—. Pues esta es. No son vecinos del pueblo los que atemorizan a los inquilinos de la mansión... Ningún hombre o mujer podría hacer eso.
Dejó que sus palabras calaran.
—Los últimos inquilinos eran una familia de Yamiria. Marido y esposa, dos críos... —Ichigo tragó saliva, como si le costase lo que estaba a punto de decir—. Él estaba totalmente trastornado, apenas era capaz de decir una palabra con sentido y tuvimos que agarrarlo entre yo y tres hombres más para conseguir meterlo en mi casa. Parecía... No sé. Loco de terror —agregó.
—Ella estaba algo más en sus cabales, aunque... —el alguacil apretó ambas manos en torno a la taza—. No paraba de hablar. Estaba muerta de miedo también. Hablaba de... De... Dioses...
—Pasad.
El noble guerrero se dio media vuelta, dejando la puerta abierta, y se internó en la vivienda. Akame lo siguió con paso firme y una media sonrisa en el rostro.
La casa del alguacil no era, ni por mucho, tan lujosa como la del señor Takeda. Al contrario de lo que podría deducirse por su tamaño y el orgulloso rótulo con el apellido Daidoji en su fachada, se trataba de una humilde residencia de pueblo. Contaba con una cocina, un salón y varias habitaciones, pero en ninguna de ellas se apreciaba el lujo y la elegancia que sugerían las ropas del noble... Y su armadura.
—Sentáos, por favor —les invitó Daidoji, arrimando dos sillas más a una mesa que ya tenía una dispuesta a cada lado.
Ichigo desapareció tras la puerta de la cocina y volvió unos minutos más tarde, cargando una bandeja con una tetera caliente y cuatro tazas. Hizo una reverencia ceremoniosa y repartió las tazas a los ninjas para luego llenarlas de aquel cálido líquido amarronado. Akame agradeció el gesto con una inclinación de cabeza y tomó la suya entre sus manos, disfrutando del calorcito que emanaba la cerámica.
—Gracias por su hospitalidad —dijo el Uchiha.
El alguacil tomó asiento y bebió un corto sorbo de su taza. Parecía realmente agotado, y ahora que lo veían ahí sentado, sin su porte regio, hasta se le podían distinguir unas ojeras amoratadas.
—Queríais la verdad —comenzó—. Pues esta es. No son vecinos del pueblo los que atemorizan a los inquilinos de la mansión... Ningún hombre o mujer podría hacer eso.
Dejó que sus palabras calaran.
—Los últimos inquilinos eran una familia de Yamiria. Marido y esposa, dos críos... —Ichigo tragó saliva, como si le costase lo que estaba a punto de decir—. Él estaba totalmente trastornado, apenas era capaz de decir una palabra con sentido y tuvimos que agarrarlo entre yo y tres hombres más para conseguir meterlo en mi casa. Parecía... No sé. Loco de terror —agregó.
—Ella estaba algo más en sus cabales, aunque... —el alguacil apretó ambas manos en torno a la taza—. No paraba de hablar. Estaba muerta de miedo también. Hablaba de... De... Dioses...