1/12/2017, 21:29
El cambió de guardia ocurrió como estaba previsto y pronto Datsue relevó a Aiko de sus funciones patrullando el silencioso campamento. La oscuridad era penetrante y fría, como un kunai sigiloso que se fuera introduciendo poco a poco en las costillas del gennin.
Pasadas las horas, el Uchiha pudo ver los primeros trazos azules y añiles en el cielo conforme se acercaba el alba. Allí, en mitad del Desierto, las estrellas que horas antes habían sido perfectamente visibles en toda su majestuosa belleza abandonaron poco a poco el paisaje celeste para ceder su sitio al Astro Rey. Media hora después de que saliera el Sol su calidez ya era palpable y el viento frío de la noche había cesado.
El campamento empezó a ponerse en marcha. Llamaría la atención del Uchiha que los obreros no se movían ahora erráticos y cansados, sino frescos y bien organizados. Los hombres de Hanzō abandonaron la carpa donde habían dormido, hacinados, y la desmontaron en tiempo récord. Lo mismo sucedió con las hogueras y los pocos utensilios que habían bajado de los carromatos; en apenas media hora todo estaba cargado y listo para salir.
Los ninjas pudieron ver la figura del profesor Muten Rōshi, vestido con su haori azul claro y con una gruesa capa de viaje por encima, que se les acercaba con gesto nervioso.
—Vamos, ¡vamos! —les apremió nada más llegar a donde ellos estaban—. Debemos partir inmediatamente, no hay tiempo que perder.[/color]
De repente, un grito hendió el cielo matutino.
—¡YAAAAAAAAAAAARG!
Muten Rōshi dió un respingo, sobresaltado, y buscó con la mirada a su subordinado adjunto. Banadoru estaba en ese momento revolcándose por la arena, tratando de quitarse algo que llevaba clavado en el pie derecho —y que sólo Datsue conocía en ese momento—.
—¡Por todos los dioses! —maldijo el director de la expedición—. ¡Banadoru-kun, repórtese!
El aludido se levantó un rato después, cojeando, y ayudado por dos de los hombres de Hanzō, subió a su camello.
La comitiva ya estaba lista, dispuesta de forma parecida al día anterior. Los camellos estaban preparados —sólo faltaba que los ninjas cargaran sus pertenencias en las alforjas y montaran—, Jonaro supervisaba todo con gesto ceñudo y Banadoru se masajeaba el pie con cara de pocos amigos.
Un detalle llamó la atención de los shinobi; no había rastro de Benimaru. Si giraban la vista para volverla hacia el campamento —o, más bien, el lugar donde había estado el campamento—, del que en ese momento sólo quedaban los carbones de algunas hogueras, verían que quedaba una tienda sin desmontar.
—¡En marcha, vamos! —vociferó Muten Rōshi, y la caravana se puso en marcha con paso apresurado.
Momentos después de que el convoy arrancase —con o sin los ninjas—, dos de los hombres de Hanzō que se habían quedado rezagados entraron en la única tienda que quedaba sin desmontar.
Pasadas las horas, el Uchiha pudo ver los primeros trazos azules y añiles en el cielo conforme se acercaba el alba. Allí, en mitad del Desierto, las estrellas que horas antes habían sido perfectamente visibles en toda su majestuosa belleza abandonaron poco a poco el paisaje celeste para ceder su sitio al Astro Rey. Media hora después de que saliera el Sol su calidez ya era palpable y el viento frío de la noche había cesado.
El campamento empezó a ponerse en marcha. Llamaría la atención del Uchiha que los obreros no se movían ahora erráticos y cansados, sino frescos y bien organizados. Los hombres de Hanzō abandonaron la carpa donde habían dormido, hacinados, y la desmontaron en tiempo récord. Lo mismo sucedió con las hogueras y los pocos utensilios que habían bajado de los carromatos; en apenas media hora todo estaba cargado y listo para salir.
Los ninjas pudieron ver la figura del profesor Muten Rōshi, vestido con su haori azul claro y con una gruesa capa de viaje por encima, que se les acercaba con gesto nervioso.
—Vamos, ¡vamos! —les apremió nada más llegar a donde ellos estaban—. Debemos partir inmediatamente, no hay tiempo que perder.[/color]
De repente, un grito hendió el cielo matutino.
—¡YAAAAAAAAAAAARG!
Muten Rōshi dió un respingo, sobresaltado, y buscó con la mirada a su subordinado adjunto. Banadoru estaba en ese momento revolcándose por la arena, tratando de quitarse algo que llevaba clavado en el pie derecho —y que sólo Datsue conocía en ese momento—.
—¡Por todos los dioses! —maldijo el director de la expedición—. ¡Banadoru-kun, repórtese!
El aludido se levantó un rato después, cojeando, y ayudado por dos de los hombres de Hanzō, subió a su camello.
La comitiva ya estaba lista, dispuesta de forma parecida al día anterior. Los camellos estaban preparados —sólo faltaba que los ninjas cargaran sus pertenencias en las alforjas y montaran—, Jonaro supervisaba todo con gesto ceñudo y Banadoru se masajeaba el pie con cara de pocos amigos.
Un detalle llamó la atención de los shinobi; no había rastro de Benimaru. Si giraban la vista para volverla hacia el campamento —o, más bien, el lugar donde había estado el campamento—, del que en ese momento sólo quedaban los carbones de algunas hogueras, verían que quedaba una tienda sin desmontar.
—¡En marcha, vamos! —vociferó Muten Rōshi, y la caravana se puso en marcha con paso apresurado.
Momentos después de que el convoy arrancase —con o sin los ninjas—, dos de los hombres de Hanzō que se habían quedado rezagados entraron en la única tienda que quedaba sin desmontar.