11/01/2018, 23:09
(Última modificación: 11/01/2018, 23:10 por Uchiha Akame.)
«"¿La respuesta correcta?"»
Akame no podía creer lo que estaba oyendo. Había una zona de su cerebro que estaba siendo incapaz de procesar todo lo que estaba ocurriendo a la velocidad suficiente como para que pudiera suministrar información útil al resto de áreas. Si aquello era una de las pesadillas del Una Cola, el monstruo debía haberse vuelto realmente creativo. No se parecía en nada a las torturas a las que él estaba acostumbrado, que normalmente implicaban más decapitaciones, incineraciones y linchamientos públicos, y menos acertijos.
Sin embargo, se hizo la claridad cuando aquel tipo les reveló que se encontraban, en realidad, en un Genjutsu. Aquello no tranquilizó mucho más al Uchiha, que no paraba de preguntarse cómo era que su Sharingan no se lo había revelado.
Entonces, oscuridad.
Abrió los ojos, boqueando con dificultad. Su mirada se movió, nerviosa, escudriñando los alrededores. Ya no escuchaba los gritos fruto del caos reinante en el campo de batalla, ni sentía el aire fresco del campo abierto golpeándole en el rostro. Ahora olía a humedad, a cerrado, a piedra. Intuyó la mirada carmesí de aquel jōnin que cierto día —ahora le parecía una eternidad— les había castigado a él y a Datsue por intentar matarse; y le pareció una ironía. Todo lo ocurrido en el Valle, el Torneo, la revista... Era como si correspondiese a la vida de otra persona. Todo, antes de que se suciediesen Los Hilos del Mundo.
Sin embargo, como un retazo de aquella historia que para él era muy real —el bijuu que llevaba dentro se encargaba de recordárselo cada noche— una voz asaltó sus oídos. Al principio se negó a reconocerla, e incluso pensó que seguían en una peculiar pesadilla del Ichibi. Pero cuando vió aquel rostro surcado de quemaduras, demacrado, los miembros metálicos y los ojos grises...
«Por los cuernos de Susano'o...»
Estaba allí, frente a ellos. Uzumaki Zoku, el Kage con el mandato más breve de la historia de Oonindo. «Mierda». Al contrario que Datsue, Akame no pensó en que aquel tipo no estaba allí. Pensó en todos los hechos que podían argumentarse para que estuviese. Ellos le habían calcinado, sí, pero no habían certificado su muerte más que en las pesadillas que les hostigaban cada noche. «Al fin y al cabo, la casa estaba rodeada de sus hombres más fieles. De su gente de confianza. Tal vez se llevaron el cuerpo moribundo. Tal vez sí que le salvaron». Miró a Raito. «O tal vez seguimos dentro de los ojos de un Uchiha».
Sea como fuere y en pos de ser previsor, la necesidad más acuciante que sentía en ese momento el joven Akame era la de mejorar su statu quo. Se encontraba atado y preso dentro de un saco.
Activó el Sharingan y clavó sus ojos en los de Zoku mientras canalizaba chakra a sus manos y tobillos para intentar liberarse de las ataduras que le oprimían. Sus labios se movieron mientras para ganar tiempo.
—Uzumaki-sama —replicó, tratando de que la voz no se le quebrase—. Mi padre siempre me decía... Si alguien te llama caballo una vez, insúltale. Si alguien te llama caballo dos veces, pégale un puñetazo. Pero si alguien te llama caballo tres veces... —entonces apretó los dientes, mascullando—. Tal vez vaya siendo hora de que te compres una buena silla.
Akame no podía creer lo que estaba oyendo. Había una zona de su cerebro que estaba siendo incapaz de procesar todo lo que estaba ocurriendo a la velocidad suficiente como para que pudiera suministrar información útil al resto de áreas. Si aquello era una de las pesadillas del Una Cola, el monstruo debía haberse vuelto realmente creativo. No se parecía en nada a las torturas a las que él estaba acostumbrado, que normalmente implicaban más decapitaciones, incineraciones y linchamientos públicos, y menos acertijos.
Sin embargo, se hizo la claridad cuando aquel tipo les reveló que se encontraban, en realidad, en un Genjutsu. Aquello no tranquilizó mucho más al Uchiha, que no paraba de preguntarse cómo era que su Sharingan no se lo había revelado.
Entonces, oscuridad.
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Abrió los ojos, boqueando con dificultad. Su mirada se movió, nerviosa, escudriñando los alrededores. Ya no escuchaba los gritos fruto del caos reinante en el campo de batalla, ni sentía el aire fresco del campo abierto golpeándole en el rostro. Ahora olía a humedad, a cerrado, a piedra. Intuyó la mirada carmesí de aquel jōnin que cierto día —ahora le parecía una eternidad— les había castigado a él y a Datsue por intentar matarse; y le pareció una ironía. Todo lo ocurrido en el Valle, el Torneo, la revista... Era como si correspondiese a la vida de otra persona. Todo, antes de que se suciediesen Los Hilos del Mundo.
Sin embargo, como un retazo de aquella historia que para él era muy real —el bijuu que llevaba dentro se encargaba de recordárselo cada noche— una voz asaltó sus oídos. Al principio se negó a reconocerla, e incluso pensó que seguían en una peculiar pesadilla del Ichibi. Pero cuando vió aquel rostro surcado de quemaduras, demacrado, los miembros metálicos y los ojos grises...
«Por los cuernos de Susano'o...»
Estaba allí, frente a ellos. Uzumaki Zoku, el Kage con el mandato más breve de la historia de Oonindo. «Mierda». Al contrario que Datsue, Akame no pensó en que aquel tipo no estaba allí. Pensó en todos los hechos que podían argumentarse para que estuviese. Ellos le habían calcinado, sí, pero no habían certificado su muerte más que en las pesadillas que les hostigaban cada noche. «Al fin y al cabo, la casa estaba rodeada de sus hombres más fieles. De su gente de confianza. Tal vez se llevaron el cuerpo moribundo. Tal vez sí que le salvaron». Miró a Raito. «O tal vez seguimos dentro de los ojos de un Uchiha».
Sea como fuere y en pos de ser previsor, la necesidad más acuciante que sentía en ese momento el joven Akame era la de mejorar su statu quo. Se encontraba atado y preso dentro de un saco.
Activó el Sharingan y clavó sus ojos en los de Zoku mientras canalizaba chakra a sus manos y tobillos para intentar liberarse de las ataduras que le oprimían. Sus labios se movieron mientras para ganar tiempo.
—Uzumaki-sama —replicó, tratando de que la voz no se le quebrase—. Mi padre siempre me decía... Si alguien te llama caballo una vez, insúltale. Si alguien te llama caballo dos veces, pégale un puñetazo. Pero si alguien te llama caballo tres veces... —entonces apretó los dientes, mascullando—. Tal vez vaya siendo hora de que te compres una buena silla.