16/01/2018, 20:38
Los genin no tuvieron mayores problemas para quitar los tablones —que parecían haber sido cortados con una katana extremadamente afilada— dejando un hueco de un par de metros de ancho y otros dos de alto. Suficiente, más que de sobra, para que pudieran caber los tres por allí.
Nada más retirar los últimos tablones, un hedor a pútrido y a humedad invadió la estancia, procedente de la habitación que había al otro lado de la falsa pared. Ésta, al contrario que el oscuro sótano, estaba tenuemente iluminada por una luz anaranjada cuya procedencia los ninjas no eran capaces de identificar desde su posición. Eri dejó caer un shuriken por el hueco de la pared, pero nada sucedió. Fiel a su promesa, después de que Datsue le sellara un Kawarimi no Jutsu, la kunoichi se adentró en la habitación oculta.
«Tenemos que cubrirla...»
Akame la siguió, tratando de erguirse y caminar con normalidad, hasta la siguiente estancia.
Lo que vieron allí no se parecía en nada a lo que el Uchiha hubiese esperado. La sala era tan amplia como el propio sótano —o incluso más—, casi como el salón de la casa. En la pared contraria a la entrada había numerosas estanterías repletas de volúmenes gastados y cubiertos de polvo, de cachivaches que ninguno de los genin sabía identificar y de... ¿Frascos? Había muchos, hileras de ellos, rellenos de formol y de órganos o vísceras que flotaban en el líquido verdoso.
Un par de lámparas situadas a los lados de la entrada dispersaban la penumbra de la estancia. Olía a químicos, a cadáver y a humedad. Y también a aquel hedor almizcloso que habían percibido por primera vez en casa del anciano.
Frente a los ninjas había una mesa amplia repleta de pergaminos, algunos enrollados y otros extendidos. Y en la esquina contraria a donde estaban ellos...
—Vuestra determinación es de elogiar, jóvenes...
La voz retumbó en la habitación, y parecía que provienese de todas partes y de ninguna a la vez. Akame alzó la vista, con el Sharingan en los ojos, y pudo ver al emisor de aquel cumplido.
Era un... ¿hombre? Akame lo hubiese dicho por el tono grave de su voz, pero lo cierto es que aquella mole de carne cubierta por una túnica tan grande que podría usarla de sábana no tenía rasgos masculinos. Ni femeninos. Ni nada que pareciese remotamente clasificable como humano.
—¿Qué es lo que queréis de mí, El Gran Maestro, Mite Iru Hito, Ooseiji, Yogo-sama?
Yogo-sama parecía, más que una persona, un amasijo de carne y huesos y parches de piel. Todo su cuerpo era obeso y reposaba sobre una extraña maquinaria con forma de silla, de la cual surgían multitud de tubos y cables que se introducían en su piel. Tapaba su grotesca figura con una túnica violeta y tenía varios atriles a su alrededor con pergaminos desplegados en ellos. Su cara era una composición que parecía formada por los rostros de muchos, con las costuras a flor de piel y dos ojos encendidos como carbones que les taladraban con la mirada. No tenía pelo, sino varias cicatrices por todo el cráneo, como si se lo hubieran ensamblado varias veces.
Pero, además, los muchachos Uchiha podrían ver el siniestro charka que le rodeaba; pegajoso, fétido, inconfundiblemente maligno. Aquel aura de putrefacción espiritual casi les dio ganas de vomitar.
—Hablad.
Nada más retirar los últimos tablones, un hedor a pútrido y a humedad invadió la estancia, procedente de la habitación que había al otro lado de la falsa pared. Ésta, al contrario que el oscuro sótano, estaba tenuemente iluminada por una luz anaranjada cuya procedencia los ninjas no eran capaces de identificar desde su posición. Eri dejó caer un shuriken por el hueco de la pared, pero nada sucedió. Fiel a su promesa, después de que Datsue le sellara un Kawarimi no Jutsu, la kunoichi se adentró en la habitación oculta.
«Tenemos que cubrirla...»
Akame la siguió, tratando de erguirse y caminar con normalidad, hasta la siguiente estancia.
Lo que vieron allí no se parecía en nada a lo que el Uchiha hubiese esperado. La sala era tan amplia como el propio sótano —o incluso más—, casi como el salón de la casa. En la pared contraria a la entrada había numerosas estanterías repletas de volúmenes gastados y cubiertos de polvo, de cachivaches que ninguno de los genin sabía identificar y de... ¿Frascos? Había muchos, hileras de ellos, rellenos de formol y de órganos o vísceras que flotaban en el líquido verdoso.
Un par de lámparas situadas a los lados de la entrada dispersaban la penumbra de la estancia. Olía a químicos, a cadáver y a humedad. Y también a aquel hedor almizcloso que habían percibido por primera vez en casa del anciano.
Frente a los ninjas había una mesa amplia repleta de pergaminos, algunos enrollados y otros extendidos. Y en la esquina contraria a donde estaban ellos...
—Vuestra determinación es de elogiar, jóvenes...
La voz retumbó en la habitación, y parecía que provienese de todas partes y de ninguna a la vez. Akame alzó la vista, con el Sharingan en los ojos, y pudo ver al emisor de aquel cumplido.
Era un... ¿hombre? Akame lo hubiese dicho por el tono grave de su voz, pero lo cierto es que aquella mole de carne cubierta por una túnica tan grande que podría usarla de sábana no tenía rasgos masculinos. Ni femeninos. Ni nada que pareciese remotamente clasificable como humano.
—¿Qué es lo que queréis de mí, El Gran Maestro, Mite Iru Hito, Ooseiji, Yogo-sama?
Yogo-sama parecía, más que una persona, un amasijo de carne y huesos y parches de piel. Todo su cuerpo era obeso y reposaba sobre una extraña maquinaria con forma de silla, de la cual surgían multitud de tubos y cables que se introducían en su piel. Tapaba su grotesca figura con una túnica violeta y tenía varios atriles a su alrededor con pergaminos desplegados en ellos. Su cara era una composición que parecía formada por los rostros de muchos, con las costuras a flor de piel y dos ojos encendidos como carbones que les taladraban con la mirada. No tenía pelo, sino varias cicatrices por todo el cráneo, como si se lo hubieran ensamblado varias veces.
Pero, además, los muchachos Uchiha podrían ver el siniestro charka que le rodeaba; pegajoso, fétido, inconfundiblemente maligno. Aquel aura de putrefacción espiritual casi les dio ganas de vomitar.
—Hablad.