23/01/2018, 22:57
El Uchiha llegó hasta su compañero en el justo momento en el que éste trataba de incorporarse. Datsue casi cayó en sus brazos, y Akame tuvo que apretar los dientes para ahogar un gruñido de dolor cuando notó parte del peso de su compañero apoyarse en él. La voz de Eri llamó también su atención desde atrás. Akame se giró como pudo, lo suficiente para comprobar que la Uzumaki también se encontraba en un estado lamentable.
—Por las tetas... De Amaterasu... ¡Vamos! —gruñó, como un desgarrador grito de guerra, mientras se pasaba el brazo de Datsue por encima de los hombros y tiraba con fuerza en dirección al hueco en la pared. Su única salida.
El techo empezó a agrietarse sobre sus cabezas mientras aquella máquina que servía de trono al infecto y tembloroso amasijo de carne y metal seguía emitiendo un ruido ensordecedor. Parecía un motor trabajando a diez mil revoluciones por minuto. Akame y Datsue podrían caminar hasta donde se encontraba su compañera, ahora tirada en el suelo, y recogerla entre gruñidos y gemidos de dolor.
Tal y como Yogo-sama —el Gran Maestro, Ooseiji— había predicho, no morirían aquel día. Ni en aquel sótano lúgubre y apestoso.
Los tres genin cruzaron el umbral de tablas de madera perfectamente cortadas momentos antes de que la habitación secreta colapsara y el techo se viniera abajo con un estruendo ensordecedor, enterrándolo todo. Aquel monstruoso ser llamado El Que Ve, los pergaminos, el extraño trono-máquina, los frascos de dudoso propósito... Todo.
Akame no paró de andar hasta que alcanzaron las escaleras del otro lado del sótano, pese a que los temblores ya habían cesado. Al llegar se dejó caer sobre los primeros escalones. Estaba herido y exahusto, tanto por el gasto de chakra como por la breve huída. Echó la vista hacia atrás y vio cómo el hueco en la pared estaba ahora bloqueado por varias toneladas de escombros, y tosió por el polvo que se le había colado en la garganta.
Datsue y Eri no estarían mucho mejor; aquellos tentáculos de chakra les habían golpeado con la fuerza de un tetsubō, y aunque no tenían daños permanentes en su cuerpo, durante los siguientes días una extensa mancha amoratada cubriría su torso.
—Por las tetas... De Amaterasu... ¡Vamos! —gruñó, como un desgarrador grito de guerra, mientras se pasaba el brazo de Datsue por encima de los hombros y tiraba con fuerza en dirección al hueco en la pared. Su única salida.
El techo empezó a agrietarse sobre sus cabezas mientras aquella máquina que servía de trono al infecto y tembloroso amasijo de carne y metal seguía emitiendo un ruido ensordecedor. Parecía un motor trabajando a diez mil revoluciones por minuto. Akame y Datsue podrían caminar hasta donde se encontraba su compañera, ahora tirada en el suelo, y recogerla entre gruñidos y gemidos de dolor.
Tal y como Yogo-sama —el Gran Maestro, Ooseiji— había predicho, no morirían aquel día. Ni en aquel sótano lúgubre y apestoso.
Los tres genin cruzaron el umbral de tablas de madera perfectamente cortadas momentos antes de que la habitación secreta colapsara y el techo se viniera abajo con un estruendo ensordecedor, enterrándolo todo. Aquel monstruoso ser llamado El Que Ve, los pergaminos, el extraño trono-máquina, los frascos de dudoso propósito... Todo.
Akame no paró de andar hasta que alcanzaron las escaleras del otro lado del sótano, pese a que los temblores ya habían cesado. Al llegar se dejó caer sobre los primeros escalones. Estaba herido y exahusto, tanto por el gasto de chakra como por la breve huída. Echó la vista hacia atrás y vio cómo el hueco en la pared estaba ahora bloqueado por varias toneladas de escombros, y tosió por el polvo que se le había colado en la garganta.
Datsue y Eri no estarían mucho mejor; aquellos tentáculos de chakra les habían golpeado con la fuerza de un tetsubō, y aunque no tenían daños permanentes en su cuerpo, durante los siguientes días una extensa mancha amoratada cubriría su torso.