24/01/2018, 21:57
Se formó un tenso silencio alrededor de los tres shinobi, tan sólo roto por el rugido del viento y de la lluvia en sus oídos. Estaban sobrevolando un extenso bosque de pinos, pero la mirada de Ayame estaba perdida en el horizonte, donde se empezaba a atisbar el difuso perfil de los edificios y los mástiles de los barcos amarrados en el puerto recortándose contra el cielo. ¿Aquello era Coladragón? ¿Tan rápido había pasado el medio día?
—Deberíamos aprovechar un claro del bosque para aterrizar —sugirió Daruu de repente, y Ayame le miró, curiosa—. Si lo hacemos en medio de la plaza, con un búho gigante y dos pájaros de colorines, nuestro objetivo de no llamar mucho la atención se va a ir un poco al garete, ¿no?
Kōri, desde su posición, asintió. Y sin formular siquiera una respuesta Yukiō inició el descenso que los pájaros de Daruu deberían seguir. Ayame ahogó una exclamación cuando un extraño cosquilleo invadió su pecho al verse tirada por la fuerza de la gravedad. Los pinos se hicieron gigantes conforme se acercaban al suelo y terminaron por aterrizar suavemente en un pequeño claro que se abría en el bosque y en el que habían comenzado a florecer algunas flores entre la hierba.
El Hielo bajó de su montura, y tras darle las gracias al búho con una inclinación de cabeza, el animal marchó con una breve explosión de humo. Ligeramente aturdida, Ayame también bajó de su pájaro, aunque cuando lo hizo tuvo que volver a apoyar una mano en él. Después del vuelo tenía el sentido del equilibrio trastocado, y sentía que el suelo bajo sus pies aún se movía.
—Uh...
—De aquí a Coladragón habrá una media hora de camino —informó Kōri, antes de iniciar el paso.
—Una pregunta —intervino Ayame, separándose casi a regañadientes del pájaro para seguir los pasos de su hermano. Se sentía como un pato mareado caminando de aquella manera...—. Se supone que queremos llamar lo menos la atención, quizás sería buena idea esconder nuestras bandanas... Aunque, olvidadlo, de todas maneras llevamos armas encima —se apresuró a corregirse, con las mejillas encendidas.
«Vaya idea, ¡idiota!»
—Deberíamos aprovechar un claro del bosque para aterrizar —sugirió Daruu de repente, y Ayame le miró, curiosa—. Si lo hacemos en medio de la plaza, con un búho gigante y dos pájaros de colorines, nuestro objetivo de no llamar mucho la atención se va a ir un poco al garete, ¿no?
Kōri, desde su posición, asintió. Y sin formular siquiera una respuesta Yukiō inició el descenso que los pájaros de Daruu deberían seguir. Ayame ahogó una exclamación cuando un extraño cosquilleo invadió su pecho al verse tirada por la fuerza de la gravedad. Los pinos se hicieron gigantes conforme se acercaban al suelo y terminaron por aterrizar suavemente en un pequeño claro que se abría en el bosque y en el que habían comenzado a florecer algunas flores entre la hierba.
El Hielo bajó de su montura, y tras darle las gracias al búho con una inclinación de cabeza, el animal marchó con una breve explosión de humo. Ligeramente aturdida, Ayame también bajó de su pájaro, aunque cuando lo hizo tuvo que volver a apoyar una mano en él. Después del vuelo tenía el sentido del equilibrio trastocado, y sentía que el suelo bajo sus pies aún se movía.
—Uh...
—De aquí a Coladragón habrá una media hora de camino —informó Kōri, antes de iniciar el paso.
—Una pregunta —intervino Ayame, separándose casi a regañadientes del pájaro para seguir los pasos de su hermano. Se sentía como un pato mareado caminando de aquella manera...—. Se supone que queremos llamar lo menos la atención, quizás sería buena idea esconder nuestras bandanas... Aunque, olvidadlo, de todas maneras llevamos armas encima —se apresuró a corregirse, con las mejillas encendidas.
«Vaya idea, ¡idiota!»