24/01/2018, 23:42
En el momento en el que tuvo la certeza de que sus dos compañeros estaban de acuerdo con su propuesta e iban a ejecutarla hasta el final, Uchiha Akame no pudo contener un suspiro de alivio. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía en ese momento, pero algo dentro suya le decía a gritos que era mejor mantener todo lo que habían averiguado en Ichiban bien cerrado bajo llave en el baúl de sus recuerdos. Si fue una decisión acertada o no, sólo el tiempo lo diría.
Cuando Eri se marchó, Akame y Datsue dieron una vuelta por la mansión con la cautela que ameritaban las experiencias recientemente pasadas. Sin embargo, y pese a que en más de una ocasión una ráfaga de viento o un animalillo les sobresaltaron, no hallaron nada fuera de lugar. Ni rastro de aquel chakra nauseabundo, propio de Yogo-sama. Parecía que todo se había esfumado con el Gran Maestro.
—Será mejor que volvamos a la posada... Dioses, me duele todo —dijo Akame mientras bajaban las escaleras de la entrada de la mansión, en dirección al corto sendero empedrado que llevaba hasta la verja exterior de la finca.
Cuando Eri llegase a casa del señor Takeda, la tarde ya estaba cayendo. El viento otoñal había dado una tregua a los habitantes de Ichiban, que salían a la calle para despedir un día más que se iba.
Si llamaba a la puerta, el cliente la recibiría vestido con sus habituales ropas —pretenciosas y llamativas—, una mirada inquisitiva y un tic en la mano derecha. Todo en su aspecto parecía indicar que estaba visiblemente impaciente y nervioso por recibir una actualización del estado de la misión.
—¿Y bien? —inquirió, desde la puerta, sin siquiera invitar a Eri a pasar.
Cuando Eri se marchó, Akame y Datsue dieron una vuelta por la mansión con la cautela que ameritaban las experiencias recientemente pasadas. Sin embargo, y pese a que en más de una ocasión una ráfaga de viento o un animalillo les sobresaltaron, no hallaron nada fuera de lugar. Ni rastro de aquel chakra nauseabundo, propio de Yogo-sama. Parecía que todo se había esfumado con el Gran Maestro.
—Será mejor que volvamos a la posada... Dioses, me duele todo —dijo Akame mientras bajaban las escaleras de la entrada de la mansión, en dirección al corto sendero empedrado que llevaba hasta la verja exterior de la finca.
—
Cuando Eri llegase a casa del señor Takeda, la tarde ya estaba cayendo. El viento otoñal había dado una tregua a los habitantes de Ichiban, que salían a la calle para despedir un día más que se iba.
Si llamaba a la puerta, el cliente la recibiría vestido con sus habituales ropas —pretenciosas y llamativas—, una mirada inquisitiva y un tic en la mano derecha. Todo en su aspecto parecía indicar que estaba visiblemente impaciente y nervioso por recibir una actualización del estado de la misión.
—¿Y bien? —inquirió, desde la puerta, sin siquiera invitar a Eri a pasar.