25/01/2018, 17:27
Luego de que los ninjas acompañaran el brindis con manifiesto entusiasmo, el resto del día pasó con relativa tranquilidad; casi aburrimiento. Datsue y Aiko debían turnarse para patrullar los lindes del campamento junto a algunos de los hombres de Jonaro, por si vieran aparecer por el horizonte a las fuerzas del Daimyō de Kaze no Kuni. Probablemente a esas alturas Abudora Benimaru —el delegado drogado y abandonado en una tienda de campaña— todavía no habría llegado al asentamiento más cercano para informar de lo sucedido, pero aun así el director Rōshi era un hombre precavido que prefería sacudirse los "quizás".
La noche ya estaba bien entrada cuando los obreros de Hanzō despejaron completamente la entrada a las antiguas ruinas. La plana mayor de la expedición —Rōshi, su ayundate Banadoru, Jonaro y los dos genin— estaba terminando de degustar una buena cena bajo el abrigo de la carpa mayor cuando vieron aparecer la figura de Hanzō. Las llamas que ardían en las cuatro lámparas sujetas en largas estacas de madera clavadas en la arena lanzaban tenebrosas sombras en su rostro surcado por aquella horrible cicatriz, y brillos plateados en su chaqueta.
—El camino está despejado, caballeros —dijo, con un tono de voz ladino y astuto que recordaba al siseo de una serpiente.
—Excelente, excelente —dijo Rōshi, que desde que habían descubierto la entrada a las ruinas estaba mucho más jovial y hablador—. [color=skyblue]Entonces no debemos perder más tiempo, todos a prepararse para el descenso. Nos vemos en las escaleras de la entrada en cinco minutos.
Banadoru asintió con gesto nervioso, mesándose su pañuelo dorado. Jonaro terminó de un tirón su copa de vino y se puso de pie, irguiéndose en toda su estatura. Tomó su espada de roja vaina y empuñadura y se la asió al cinturón de cuero que sujetaba también sus calzones. Luego se dio media vuelta y desapareció junto con Hanzō.
Los muchachos tendrían poco tiempo para asegurarse de que llevaban encima todo su equipo, coger algo que creyesen necesario o dejar ordenadas sus pertenencias —situadas en sus respectivas tiendas de campaña—, antes de verse con el resto de la expedición en la entrada de aquella antiquísima tumba.
La noche ya estaba bien entrada cuando los obreros de Hanzō despejaron completamente la entrada a las antiguas ruinas. La plana mayor de la expedición —Rōshi, su ayundate Banadoru, Jonaro y los dos genin— estaba terminando de degustar una buena cena bajo el abrigo de la carpa mayor cuando vieron aparecer la figura de Hanzō. Las llamas que ardían en las cuatro lámparas sujetas en largas estacas de madera clavadas en la arena lanzaban tenebrosas sombras en su rostro surcado por aquella horrible cicatriz, y brillos plateados en su chaqueta.
—El camino está despejado, caballeros —dijo, con un tono de voz ladino y astuto que recordaba al siseo de una serpiente.
—Excelente, excelente —dijo Rōshi, que desde que habían descubierto la entrada a las ruinas estaba mucho más jovial y hablador—. [color=skyblue]Entonces no debemos perder más tiempo, todos a prepararse para el descenso. Nos vemos en las escaleras de la entrada en cinco minutos.
Banadoru asintió con gesto nervioso, mesándose su pañuelo dorado. Jonaro terminó de un tirón su copa de vino y se puso de pie, irguiéndose en toda su estatura. Tomó su espada de roja vaina y empuñadura y se la asió al cinturón de cuero que sujetaba también sus calzones. Luego se dio media vuelta y desapareció junto con Hanzō.
Los muchachos tendrían poco tiempo para asegurarse de que llevaban encima todo su equipo, coger algo que creyesen necesario o dejar ordenadas sus pertenencias —situadas en sus respectivas tiendas de campaña—, antes de verse con el resto de la expedición en la entrada de aquella antiquísima tumba.