29/01/2018, 19:02
Al llegar a la entrada de la tumba —unas escaleras excavadas en la tierra que se adentraban en las profundidades del subsuelo— los genin pudieron ver que los obreros de Hanzō habían hecho un gran trabajo despejando el camino. Varias montañas de escombros, tierra y arena yacían a los lados de la entrada, junto con una enorme losa de piedra que parecía pesar un quintal. Los peones habían tenido que usar varias palancas de hierro y unos cuantos rodillos de madera para levantarla y desplazarla.
Allí estaban el profesor Muten Rōshi, su ayudante Banadoru, Haijinzu Jonaro y Hanzō junto con una docena de sus hombres, la mayoría de ellos con linternas de aceite en las manos. Allí, bajo la inclemente noche del desierto, era la única fuente de luz que iban a poder llevar consigo.
—¿Estamos todos? —preguntó Rōshi, a lo que su ayudante hizo un recuento rápido con la mirada y luego asintió—. Pues vamos.
La expedición se internó en las entrañas de aquella tumba ancestral en fila de a dos —pues el pasillo no daba para más—, bajando por los tortuosos escalones excavados en la tierra. Lideraban el paso el director de la comitiva y Banadoru, luego los dos genin y finalmente Jonaro, Hanzō y los obreros.
Bajaron durante un par de minutos por un pasillo con la única luz de las lámparas como guía. De tanto en tanto los académicos se detenían a observar y admirar los grabados de las paredes. Si Datsue y Aiko se paraban a observar, podrían llegar a la sencilla conclusión de que aquellas imágenes pintadas en la piedra de las paredes representaban la vida de un personaje célebre de la época —probablemente, el difunto allí enterrado—. En ellas se le veía hablando ante una congregación de personas, oficiando una suerte de ritual religioso y asistiendo a unas mujeres en el parto.
Datsue podría reconocer, además, un anagrama familiar dentro de la simbología que se representaba en las imágenes. Una serpiente devorándose a sí misma, formando un círculo perfecto.
—¡Alto!
La voz de Muten Rōshi reverberó en el túnel, y tanto su ayudante como Jonaro y el resto de obreros se detuvieron al instante. El profesor se había topado con un amplio pozo que cortaba el pasillo, de varios metros de anchura y amplitud. El académico pidió una de las linternas y tras recibirla, la acercó a la sima.
—Maldita sea, debe tener como poco veinte o veinticinco metros de profundidad —declaró luego de comprobar que ni aun acercando la luz podía verse el fondo.
—Hará falta construir algo para pasarlo —dijo Jonaro desde su posición, con voz grave—. ¿Cuánto tiempo tardarían tus hombres en asegurarnos el paso, Hanzō-san?
El aludido meneó la cabeza y frunció los labios.
—¿Media hora? Mis muchachos son fuertes y hábiles. Hará falta mucho más que un agujero para darles un dolor de cabeza —añadió el de la cicatriz en el ojo, con una sonrisa zorruna.
—¡No se hable más, pues! —remató Rōshi—. Cada segundo cuenta. Será mejor que los demás volvamos a la superficie para dejar vía libre a estos señores.
Y así, los profesores y el jefe de seguridad emprendieron el recorrido pasillo atrás y escaleras arriba para permitir el trabajo a los obreros de Hanzō. Los genin podrían acompañarles hasta la superficie o quedarse a mirar —lo que dificultaría la labor de los peones—, o incluso ayudar a los trabajadores.
Allí estaban el profesor Muten Rōshi, su ayudante Banadoru, Haijinzu Jonaro y Hanzō junto con una docena de sus hombres, la mayoría de ellos con linternas de aceite en las manos. Allí, bajo la inclemente noche del desierto, era la única fuente de luz que iban a poder llevar consigo.
—¿Estamos todos? —preguntó Rōshi, a lo que su ayudante hizo un recuento rápido con la mirada y luego asintió—. Pues vamos.
La expedición se internó en las entrañas de aquella tumba ancestral en fila de a dos —pues el pasillo no daba para más—, bajando por los tortuosos escalones excavados en la tierra. Lideraban el paso el director de la comitiva y Banadoru, luego los dos genin y finalmente Jonaro, Hanzō y los obreros.
Bajaron durante un par de minutos por un pasillo con la única luz de las lámparas como guía. De tanto en tanto los académicos se detenían a observar y admirar los grabados de las paredes. Si Datsue y Aiko se paraban a observar, podrían llegar a la sencilla conclusión de que aquellas imágenes pintadas en la piedra de las paredes representaban la vida de un personaje célebre de la época —probablemente, el difunto allí enterrado—. En ellas se le veía hablando ante una congregación de personas, oficiando una suerte de ritual religioso y asistiendo a unas mujeres en el parto.
Datsue podría reconocer, además, un anagrama familiar dentro de la simbología que se representaba en las imágenes. Una serpiente devorándose a sí misma, formando un círculo perfecto.
—¡Alto!
La voz de Muten Rōshi reverberó en el túnel, y tanto su ayudante como Jonaro y el resto de obreros se detuvieron al instante. El profesor se había topado con un amplio pozo que cortaba el pasillo, de varios metros de anchura y amplitud. El académico pidió una de las linternas y tras recibirla, la acercó a la sima.
—Maldita sea, debe tener como poco veinte o veinticinco metros de profundidad —declaró luego de comprobar que ni aun acercando la luz podía verse el fondo.
—Hará falta construir algo para pasarlo —dijo Jonaro desde su posición, con voz grave—. ¿Cuánto tiempo tardarían tus hombres en asegurarnos el paso, Hanzō-san?
El aludido meneó la cabeza y frunció los labios.
—¿Media hora? Mis muchachos son fuertes y hábiles. Hará falta mucho más que un agujero para darles un dolor de cabeza —añadió el de la cicatriz en el ojo, con una sonrisa zorruna.
—¡No se hable más, pues! —remató Rōshi—. Cada segundo cuenta. Será mejor que los demás volvamos a la superficie para dejar vía libre a estos señores.
Y así, los profesores y el jefe de seguridad emprendieron el recorrido pasillo atrás y escaleras arriba para permitir el trabajo a los obreros de Hanzō. Los genin podrían acompañarles hasta la superficie o quedarse a mirar —lo que dificultaría la labor de los peones—, o incluso ayudar a los trabajadores.