31/01/2018, 20:11
Datsue abandonó por fin la conversación y ninguno de los académicos hizo ademán de querer continuarla. El director le dedicó una breve inclinación de cabeza —probablemente más por cortesía que otra cosa— y Banadoru le despidió con un escueto "hasta luego".
Así, los muchachos encontraron un sitio algo más apartado en el que descansar y compartir sus impresiones.
Un buen rato más tarde, uno de los obreros de Hanzō fue a buscarles diciendo que ya habían despejado el camino. Si los genin le seguían hasta la entrada de la tumba, y luego escaleras abajo y pasillo adentro, acabarían por llegar al mismo sitio donde antes se habían dado la vuelta. Sobre la oscura y profunda sima había ahora un destartalado puente hecho con tablones de madera claveteados. Pese a su aspecto, el trabajador les aseguró que aguantaba lo suficiente como para que pudieran cruzar cuatro personas al mismo tiempo.
Si los muchachos le creían y acababan por atravesar el pequeño puentecito —el pozo en el suelo tenía apenas cuatro metros de anchura— acabarían llegando al otro lado del pasillo.
Allí les esperaban los demás; Muten Rōshi, Banadoru, Jonaro y Hanzō junto con media docena de sus hombres. Allí el hasta el momento estrecho corredor se ensanchaba considerablemente, dando lugar a una suerte de vestíbulo. Al otro lado, una gran apertura en la pared señalaba la entrada a la antesala funeraria.
—¡Ah, ninjas! ¡Vamos, no hay tiempo que perder, esto es increíblemente maravilloso! —les apremió Rōshi, que parecía haber recuperado su buen humor.
La plana mayor de la expedición entró en la antesala en tropel. Lo que vieron allí no les decepcionó en absoluto a ninguno de ellos.
Se trataba de una sala muy amplia —tanto que parecía increíble que hubiese podido ser excavada en la tierra— repleta de todo tipo de regalos y ofrendas que se le habían hecho al difunto. Allí había montañas de joyas, jarrones y platos de plata y oro, cofres repletos de frasquitos de perfume cuyo contenido se habría evaporado hacía cientos de años, lujosas prendas de seda que al tocarlas se hacían polvo...
Más riquezas de las que ninguno de los presentes hubiera visto juntas jamás en su vida.
—Esto es... Increíble —musitó Jonaro con expresión atónita.
Los profesores no se detuvieron en las lujosas ofrendas, sino que se apresuraron a examinar los grabados de la pared que estaba justo al otro lado de la sala. Una gran losa de piedra, parecida a la que habían encontrado bloqueando la entrada a la tumba, cubría un hueco en la piedra.
—Parece que habrá que trabajar en esta también. La cámara funeraria debe estar al otro lado —afirmó Rōshi—. Jonaro-san, Hanzō-san, tengan la amabilidad...
—Pero, Muten-sensei, ¿es prudente esto? Quiero decir, con lo que hemos encontrado en esta sala ya tendríamos para meses de investigación, catalogación, restauración y...
El director fulminó a su adjunto con la mirada. Era la mirada de un hombre que no estaba dispuesto a detenerse a unos pocos pasos —literalmente— de su objetivo final. Banadoru agachó la cabeza, asintió con un murmullo y se hizo a un lado. Tomó una de las copas doradas que fluían como río por la habitación y empezó a examinarla.
Mientras, el jefe de seguridad y el capataz de los obreros ya habían empezado a dar las órdenes pertinentes. En cuestión de minutos una docena de trabajadores había entrado en la antesala cargando las mismas herramientas que habían utilizado para levantar y mover la losa de la entrada. A las órdenes vociferadas de Hanzō, se pusieron a trabajar.
Así, los muchachos encontraron un sitio algo más apartado en el que descansar y compartir sus impresiones.
—
Un buen rato más tarde, uno de los obreros de Hanzō fue a buscarles diciendo que ya habían despejado el camino. Si los genin le seguían hasta la entrada de la tumba, y luego escaleras abajo y pasillo adentro, acabarían por llegar al mismo sitio donde antes se habían dado la vuelta. Sobre la oscura y profunda sima había ahora un destartalado puente hecho con tablones de madera claveteados. Pese a su aspecto, el trabajador les aseguró que aguantaba lo suficiente como para que pudieran cruzar cuatro personas al mismo tiempo.
Si los muchachos le creían y acababan por atravesar el pequeño puentecito —el pozo en el suelo tenía apenas cuatro metros de anchura— acabarían llegando al otro lado del pasillo.
Allí les esperaban los demás; Muten Rōshi, Banadoru, Jonaro y Hanzō junto con media docena de sus hombres. Allí el hasta el momento estrecho corredor se ensanchaba considerablemente, dando lugar a una suerte de vestíbulo. Al otro lado, una gran apertura en la pared señalaba la entrada a la antesala funeraria.
—¡Ah, ninjas! ¡Vamos, no hay tiempo que perder, esto es increíblemente maravilloso! —les apremió Rōshi, que parecía haber recuperado su buen humor.
La plana mayor de la expedición entró en la antesala en tropel. Lo que vieron allí no les decepcionó en absoluto a ninguno de ellos.
Se trataba de una sala muy amplia —tanto que parecía increíble que hubiese podido ser excavada en la tierra— repleta de todo tipo de regalos y ofrendas que se le habían hecho al difunto. Allí había montañas de joyas, jarrones y platos de plata y oro, cofres repletos de frasquitos de perfume cuyo contenido se habría evaporado hacía cientos de años, lujosas prendas de seda que al tocarlas se hacían polvo...
Más riquezas de las que ninguno de los presentes hubiera visto juntas jamás en su vida.
—Esto es... Increíble —musitó Jonaro con expresión atónita.
Los profesores no se detuvieron en las lujosas ofrendas, sino que se apresuraron a examinar los grabados de la pared que estaba justo al otro lado de la sala. Una gran losa de piedra, parecida a la que habían encontrado bloqueando la entrada a la tumba, cubría un hueco en la piedra.
—Parece que habrá que trabajar en esta también. La cámara funeraria debe estar al otro lado —afirmó Rōshi—. Jonaro-san, Hanzō-san, tengan la amabilidad...
—Pero, Muten-sensei, ¿es prudente esto? Quiero decir, con lo que hemos encontrado en esta sala ya tendríamos para meses de investigación, catalogación, restauración y...
El director fulminó a su adjunto con la mirada. Era la mirada de un hombre que no estaba dispuesto a detenerse a unos pocos pasos —literalmente— de su objetivo final. Banadoru agachó la cabeza, asintió con un murmullo y se hizo a un lado. Tomó una de las copas doradas que fluían como río por la habitación y empezó a examinarla.
Mientras, el jefe de seguridad y el capataz de los obreros ya habían empezado a dar las órdenes pertinentes. En cuestión de minutos una docena de trabajadores había entrado en la antesala cargando las mismas herramientas que habían utilizado para levantar y mover la losa de la entrada. A las órdenes vociferadas de Hanzō, se pusieron a trabajar.