5/02/2018, 01:31
Aunque Ayame se rindió a su disputa con desaliento enseguida, Kōri repartió la razón entre ambos y le discutió su propio planteamiento, indicando que sería algo sospechoso levantar un interrogatorio por todo Coladragón. El Hielo prefería llevar el asunto con discrección, y sugirió que se acercaran a la casa de Shiruuba y, de no contestar la mujer a una simple llamada a la puerta, investigar el interior gracias al Byakugan de Daruu.
Daruu se quedó en blanco, mirando al infinito, durante unos segundos. Luego, chasqueó la lengua y se encogió de hombros, dejando escapar una feble risilla.
—A veces se me olvida que puedo ver a través de las cosas —dijo.
Así pues, el trío shinobi se dirigió, siguiendo las indicaciones que venían en el pergamino de la misión, al hogar de Shiruuba. Pronto descubrieron que al este de Coladragón significaba en realidad al este de Coladragón, más o menos a un pateo bien guapo de Coladragón saliendo por la puerta que quedaba al este de la ciudad. Caminaron por la llanura durante al menos una hora y luego se adentraron en un bosquecillo. Pronto, siguiendo el camino, se encontraron con una cabaña tamaño equis equis ele: una auténtica mansión de madera. Daruu sospechó que todo el gigantesco claro de bosque que ocupaba la casa había estado habitado por los mismos árboles que ahora eran en verdad paredes y tejado. Rodeando la mansión había un muro de piedra de casi cinco metros de altura y una verja metálica con timbre electrónico: esos eran extranjeros al claro.
Daruu se acercó, tomando la iniciativa, y llamó al timbre. No hubo respuesta. Lo intentaron unas cuantas veces más, hasta que el muchacho se hartó y se encogió de hombros.
—Me toca ser un mirón, supongo. —Sólo esperaba que la vieja no se estuviera duchando. Qué visión más terrorífica, qué asco, pensó.
Pero nada le habría preparado para lo que de verdad vio.
Daruu pasó un tiempo recorriendo todos los pasillos y habitaciones de la mansión con la mirada, al fin y al cabo, porque era un edificio enorme. Pero llegado cierto momento, sus ojos quedaron fijos en un punto concreto de la cabaña, arriba del todo. Los iris empezaron a temblar y la piel de volvió pálida como la cera. El muchacho apartó a sus compañeros de un empujón, desactivó su dōjutsu y se acercó a un árbol cercano, donde vomitó toda la comida que había tomado en el restaurante.
Mareado, se dio la vuelta, resollando con dificultad. No se atrevió a volver a mirar a la casa, ni siquiera a la vieja y oxidada verja de metal.
Daruu se quedó en blanco, mirando al infinito, durante unos segundos. Luego, chasqueó la lengua y se encogió de hombros, dejando escapar una feble risilla.
—A veces se me olvida que puedo ver a través de las cosas —dijo.
Así pues, el trío shinobi se dirigió, siguiendo las indicaciones que venían en el pergamino de la misión, al hogar de Shiruuba. Pronto descubrieron que al este de Coladragón significaba en realidad al este de Coladragón, más o menos a un pateo bien guapo de Coladragón saliendo por la puerta que quedaba al este de la ciudad. Caminaron por la llanura durante al menos una hora y luego se adentraron en un bosquecillo. Pronto, siguiendo el camino, se encontraron con una cabaña tamaño equis equis ele: una auténtica mansión de madera. Daruu sospechó que todo el gigantesco claro de bosque que ocupaba la casa había estado habitado por los mismos árboles que ahora eran en verdad paredes y tejado. Rodeando la mansión había un muro de piedra de casi cinco metros de altura y una verja metálica con timbre electrónico: esos eran extranjeros al claro.
Daruu se acercó, tomando la iniciativa, y llamó al timbre. No hubo respuesta. Lo intentaron unas cuantas veces más, hasta que el muchacho se hartó y se encogió de hombros.
—Me toca ser un mirón, supongo. —Sólo esperaba que la vieja no se estuviera duchando. Qué visión más terrorífica, qué asco, pensó.
Pero nada le habría preparado para lo que de verdad vio.
Daruu pasó un tiempo recorriendo todos los pasillos y habitaciones de la mansión con la mirada, al fin y al cabo, porque era un edificio enorme. Pero llegado cierto momento, sus ojos quedaron fijos en un punto concreto de la cabaña, arriba del todo. Los iris empezaron a temblar y la piel de volvió pálida como la cera. El muchacho apartó a sus compañeros de un empujón, desactivó su dōjutsu y se acercó a un árbol cercano, donde vomitó toda la comida que había tomado en el restaurante.
Mareado, se dio la vuelta, resollando con dificultad. No se atrevió a volver a mirar a la casa, ni siquiera a la vieja y oxidada verja de metal.