5/02/2018, 11:00
Así pues, el trío de shinobi inició la marcha hacia la residencia de la anciana Shiruuba. Según los datos de la misión, dicha vivienda se encontraba al este de Coladragón; y cuando salieron de la ciudad por la puerta oriental, pronto comprobaron que aquellas palabras eran más que simples indicaciones. La anciana vivía fuera de la ciudad, y se vieron obligados a caminar durante aproximadamente una hora por las llanuras del País de la Tormenta bajo el intenso aguacero antes de verse refugiados por las copas de los árboles de un bosque.
«Podríamos haber utilizado los pájaros...» Se lamentaba Ayame para sus adentros, que comenzaba a sentir el cansancio agarrotando sus pantorrillas. Sin embargo, y pese a sus infantiles quejas, era también consciente de que utilizar dichas monturas era una forma muy fácil de llamar la atención y además consumía una energía que no sabían si podían derrochar.
Siguiendo un sendero marcado en la tierra, llegaron por fin a la residencia de Shiruuba.
Y Ayame se quedó momentáneamente paralizada de la impresión.
Residiendo fuera de la ciudad, en mitad de un bosquecillo como aquel, había supuesto que la anciana vivía en una cabaña de madera como las brujas de los cuentos. Imaginaciones aparte, podría haberse esperado una casa de ladrillo normal con su tejado a dos aguas para tolerar la lluvia, quizás incluso con dos pisos de altura. Pero lo que jamás podría haber imaginado era una enorme mansión construida con madera (seguramente extraída de los mismos árboles que les rodeaban), rodeada por un colosal muro de piedra y una verja de metal oxidado a modo de entrada con un timbre electrónico.
—¿Shiruuba-san vivía sola en una casa tan grande como esta? —se preguntó en voz alta.
Daruu se acercó y llamó al timbre. No obtuvo respuesta alguna en ninguna de las veces que lo intentó.
—Me toca ser un mirón, supongo —afirmó, antes de activar su característico Byakugan y que las venas quedaran marcadas alrededor de sus ojos.
Ni Kōri ni Ayame se atrevieron a interrumpir a Daruu mientras este recorría con sus ávidos ojos todos y cada uno de los rincones de la mansión. De hecho, la kunoichi alternaba la mirada entre la residencia y los ojos de Daruu, como si esperara ver alguna especie de rayos X saliendo de sus iris o encontrar algo que le permitiera descubrir el secreto de aquellos orbes tan curiosos. Obviamente, no lo encontró.
Pero, de repente, Daruu palideció y se echó a temblar. A nadie le pasó desapercibido este cambio en su actitud, pero antes de que pudieran preguntar, el genin los apartó de un empujón, se dirigió al árbol más cercano y vomitó.
—D... ¿Daruu-kun? —preguntó Ayame, acercándose apenas un par de pasos con preocupación.
—¿Qué has visto? —le cuestionó el Jōnin, con los ojos ligeramente entrecerrados en un gesto incluso más serio del que solía adoptar.
«El cadáver de la abuela. Y en muy mal estado.» Se aventuró a adivinar Ayame, mordiéndose el labio inferior con inquietud, aunque una parte de ella estaba rogando porque se equivocara. No tenía ningún deseo de ver algo así...
No iba a ser capaz de soportarlo...
«Podríamos haber utilizado los pájaros...» Se lamentaba Ayame para sus adentros, que comenzaba a sentir el cansancio agarrotando sus pantorrillas. Sin embargo, y pese a sus infantiles quejas, era también consciente de que utilizar dichas monturas era una forma muy fácil de llamar la atención y además consumía una energía que no sabían si podían derrochar.
Siguiendo un sendero marcado en la tierra, llegaron por fin a la residencia de Shiruuba.
Y Ayame se quedó momentáneamente paralizada de la impresión.
Residiendo fuera de la ciudad, en mitad de un bosquecillo como aquel, había supuesto que la anciana vivía en una cabaña de madera como las brujas de los cuentos. Imaginaciones aparte, podría haberse esperado una casa de ladrillo normal con su tejado a dos aguas para tolerar la lluvia, quizás incluso con dos pisos de altura. Pero lo que jamás podría haber imaginado era una enorme mansión construida con madera (seguramente extraída de los mismos árboles que les rodeaban), rodeada por un colosal muro de piedra y una verja de metal oxidado a modo de entrada con un timbre electrónico.
—¿Shiruuba-san vivía sola en una casa tan grande como esta? —se preguntó en voz alta.
Daruu se acercó y llamó al timbre. No obtuvo respuesta alguna en ninguna de las veces que lo intentó.
—Me toca ser un mirón, supongo —afirmó, antes de activar su característico Byakugan y que las venas quedaran marcadas alrededor de sus ojos.
Ni Kōri ni Ayame se atrevieron a interrumpir a Daruu mientras este recorría con sus ávidos ojos todos y cada uno de los rincones de la mansión. De hecho, la kunoichi alternaba la mirada entre la residencia y los ojos de Daruu, como si esperara ver alguna especie de rayos X saliendo de sus iris o encontrar algo que le permitiera descubrir el secreto de aquellos orbes tan curiosos. Obviamente, no lo encontró.
Pero, de repente, Daruu palideció y se echó a temblar. A nadie le pasó desapercibido este cambio en su actitud, pero antes de que pudieran preguntar, el genin los apartó de un empujón, se dirigió al árbol más cercano y vomitó.
—D... ¿Daruu-kun? —preguntó Ayame, acercándose apenas un par de pasos con preocupación.
—¿Qué has visto? —le cuestionó el Jōnin, con los ojos ligeramente entrecerrados en un gesto incluso más serio del que solía adoptar.
«El cadáver de la abuela. Y en muy mal estado.» Se aventuró a adivinar Ayame, mordiéndose el labio inferior con inquietud, aunque una parte de ella estaba rogando porque se equivocara. No tenía ningún deseo de ver algo así...
No iba a ser capaz de soportarlo...