6/02/2018, 19:30
Los muchachos siguieron a Muten Rōshi y a su pupilo al interior de la oscura cámara funeraria, iluminada tan solo por el resplandor anaranjado de las lámparas de aceite que los académicos llevaban entre manos. Primero entró Datsue y luego lo hizo Aiko. Sus pasos resonaron en las paredes de piedra de aquella habitación, sugiriendo que a priori debía ser notablemente amplia, tal vez incluso más que la antecámara.
—Fascinante... —murmulló Banadoru, anonadado, mientras sus ojos recorrían las partes de la estancia que quedaban iluminadas por su linterna.
—¡Esto es un hito arqueológico sin precedentes, Banadoru-kun! —exclamó el profesor Rōshi—. Tantos meses de trabajo, tantas investigaciones... ¡Al fin, al fin están dando sus frut...!
El estruendo reverberó en la sala como si se tratase de la furia de un trueno y los cuatro presentes pudieron sentir una súbita ráfaga de aire a sus espaldas.
Si se giraban hacia la entrada, podrían comprobar que ya no había tal. El hueco en la pared por el que habían entrado producto del desplazamiento de la pesada losa de piedra ya no estaba allí; sólo quedaba la lisa superficie de aquel bloque que debía pesar toneladas devolviéndoles la mirada. El grosor de aquella losa que hacía las veces de tapa para sellar la cámara funeraria era tal que ni siquiera podían escuchar lo que sucedía al otro lado, en la antecámara repleta de tesoros y riquezas.
La única certeza que tenían era que acababan de quedarse presumiblemente encerrados en una tumba subterránea de siglos de antiguedad.
El aire estaba viciado y olía a humedad, a cerrado y a almizcle. Las linternas de los académicos iluminaban apenas unos cinco metros a la redonda, lo suficiente para que de un vistazo rápido los genin pudieran determinar que se encontraban en una amplia sala, mucho menos ornamentada que la anterior. Frente a ellos, a unos diez metros, se alzaba un gigantesco sarcófago de al menos dos metros de altura y que parecía esculpido en la propia piedra. A su alrededor varias peanas de hierro, posiblemente candelabros, y una pared llena de inscripciones e imágenes parecidas a las del pasillo.
—Fascinante... —murmulló Banadoru, anonadado, mientras sus ojos recorrían las partes de la estancia que quedaban iluminadas por su linterna.
—¡Esto es un hito arqueológico sin precedentes, Banadoru-kun! —exclamó el profesor Rōshi—. Tantos meses de trabajo, tantas investigaciones... ¡Al fin, al fin están dando sus frut...!
¡BAM!
El estruendo reverberó en la sala como si se tratase de la furia de un trueno y los cuatro presentes pudieron sentir una súbita ráfaga de aire a sus espaldas.
Si se giraban hacia la entrada, podrían comprobar que ya no había tal. El hueco en la pared por el que habían entrado producto del desplazamiento de la pesada losa de piedra ya no estaba allí; sólo quedaba la lisa superficie de aquel bloque que debía pesar toneladas devolviéndoles la mirada. El grosor de aquella losa que hacía las veces de tapa para sellar la cámara funeraria era tal que ni siquiera podían escuchar lo que sucedía al otro lado, en la antecámara repleta de tesoros y riquezas.
La única certeza que tenían era que acababan de quedarse presumiblemente encerrados en una tumba subterránea de siglos de antiguedad.
El aire estaba viciado y olía a humedad, a cerrado y a almizcle. Las linternas de los académicos iluminaban apenas unos cinco metros a la redonda, lo suficiente para que de un vistazo rápido los genin pudieran determinar que se encontraban en una amplia sala, mucho menos ornamentada que la anterior. Frente a ellos, a unos diez metros, se alzaba un gigantesco sarcófago de al menos dos metros de altura y que parecía esculpido en la propia piedra. A su alrededor varias peanas de hierro, posiblemente candelabros, y una pared llena de inscripciones e imágenes parecidas a las del pasillo.