18/08/2015, 18:31
Nunca antes había salido de su ciudad natal, pero lejos de sentirse eufórica ante la idea de un viaje inesperado (que lo estaba), la embargaba una cierta pero extraña sensación de inquietud.
Las lluvias a las que tan acostumbrada estaba fueron remitiendo conforme se alejaban de Amegakure, y pronto el sol predominó sobre las nubes. Para cualquier otra persona sería un hecho completamente normal, pero para alguien que había nacido y había crecido en una aldea donde llovía día sí y día también, y cuando no llovía se consideraba un mal presagio, la circunstancia de ver el sol brillando por encima de sus cabezas más de dos días seguidos le producía un cierto desasosiego. Aunque Ayame sabía que tendría que terminar por acostumbrarse, dudaba de que pudiera llegar a hacerlo del todo.
Después de todo, ella misma necesitaba el agua. Ella era el agua.
La idea de la excursión había sido de su padre. Taikarune era su destino; en concreto, el museo de armas al que debía su fama. Taikarune era un pequeño pueblecito ubicado en el País del Fuego, por lo que el viaje les llevaría una semana aproximadamente. Y, tras muchas jornadas de viaje, al fin llegaron a su destino.
Ayame no pudo menos que quedarse boquiabierta.
Ya habían pasado por otros tantos pueblecitos durante su travesía, pero nunca podría acostumbrarse al contraste que se presentaba ante sus ojos una y otra vez. Dejando atrás la lluvia, dejando atrás el gris plomizo, el cemento y el asfalto, ante ella se alzaba una ciudad de casitas de madera que no pasaban del piso de altura. De hecho, lo más alto que podía ver desde allí era el monumental arco de roca que había formado el mar con su actividad erosiva.
—El museo se encuentra allí —informó su padre señalando un punto sobre la cresta del precipicio. Kōri, situado junto a él, había alzado también la mirada.
A Ayame le costó verlo, pero afinando la vista se dio cuenta de que allí había un castillo.
—¡Qué pasada! —no pudo contenerse.
Los tres se adentraron en la ciudad, dispuestos a subir la empinada cuesta que conformaba el peñón. Sin embargo, a medida que avanzaban, la multitud se iba aglomerando más y más. Hasta el punto de que parecía que había más gente que las que pudiera albergar la propia ciudad. Ayame intentaba por todos los medios quedarse pegada a su padre o a su hermano mayor; sin embargo, en un desliz en el que tuvo que esquivar a una mujer con un niño en brazos se vio sumergida en un océano de gente que no conocía.
—¿Papá? —murmuró, inquieta—. ¡Kōri! ¿¡Dónde estáis!?
Giraba sobre sí misma, en una búsqueda frenética de sus familiares. Pero su voz quedaba ahogada por el continuo murmullo de la multitud, ante ella pasaban a toda velocidad caras y más caras totalmente ajenas a ella. Se había perdido, y sentía que se estaba ahogando en aquel mar de gente.
¿Qué podía hacer?
Las lluvias a las que tan acostumbrada estaba fueron remitiendo conforme se alejaban de Amegakure, y pronto el sol predominó sobre las nubes. Para cualquier otra persona sería un hecho completamente normal, pero para alguien que había nacido y había crecido en una aldea donde llovía día sí y día también, y cuando no llovía se consideraba un mal presagio, la circunstancia de ver el sol brillando por encima de sus cabezas más de dos días seguidos le producía un cierto desasosiego. Aunque Ayame sabía que tendría que terminar por acostumbrarse, dudaba de que pudiera llegar a hacerlo del todo.
Después de todo, ella misma necesitaba el agua. Ella era el agua.
La idea de la excursión había sido de su padre. Taikarune era su destino; en concreto, el museo de armas al que debía su fama. Taikarune era un pequeño pueblecito ubicado en el País del Fuego, por lo que el viaje les llevaría una semana aproximadamente. Y, tras muchas jornadas de viaje, al fin llegaron a su destino.
Ayame no pudo menos que quedarse boquiabierta.
Ya habían pasado por otros tantos pueblecitos durante su travesía, pero nunca podría acostumbrarse al contraste que se presentaba ante sus ojos una y otra vez. Dejando atrás la lluvia, dejando atrás el gris plomizo, el cemento y el asfalto, ante ella se alzaba una ciudad de casitas de madera que no pasaban del piso de altura. De hecho, lo más alto que podía ver desde allí era el monumental arco de roca que había formado el mar con su actividad erosiva.
—El museo se encuentra allí —informó su padre señalando un punto sobre la cresta del precipicio. Kōri, situado junto a él, había alzado también la mirada.
A Ayame le costó verlo, pero afinando la vista se dio cuenta de que allí había un castillo.
—¡Qué pasada! —no pudo contenerse.
Los tres se adentraron en la ciudad, dispuestos a subir la empinada cuesta que conformaba el peñón. Sin embargo, a medida que avanzaban, la multitud se iba aglomerando más y más. Hasta el punto de que parecía que había más gente que las que pudiera albergar la propia ciudad. Ayame intentaba por todos los medios quedarse pegada a su padre o a su hermano mayor; sin embargo, en un desliz en el que tuvo que esquivar a una mujer con un niño en brazos se vio sumergida en un océano de gente que no conocía.
—¿Papá? —murmuró, inquieta—. ¡Kōri! ¿¡Dónde estáis!?
Giraba sobre sí misma, en una búsqueda frenética de sus familiares. Pero su voz quedaba ahogada por el continuo murmullo de la multitud, ante ella pasaban a toda velocidad caras y más caras totalmente ajenas a ella. Se había perdido, y sentía que se estaba ahogando en aquel mar de gente.
¿Qué podía hacer?