11/02/2018, 00:43
La arremetida de Kōtetsu fue mitigada por una postura firme y otro de aquellos molestos escudos de hielo. Su espada fue a parar al suelo, mientras el retrocedía por la fuerza del choque. Un instante después, Keisuke se acercaba al nativo, realizando una secuencia de sellos; el guerrero vio venir aquello que se planeaba, por lo que giro, se agacho y alzo sus largos y delgados brazos, abrió sus frías manos y espero como si fueran trampas caza conejos.
—¡No lo permitiré! —vocifero el peliblanco, al tiempo que se abalanzaba sobre el agazapado enemigo.
En un arranque de temeridad momentánea (arrastrado por la embriagante combinación de valor y desesperación), sujeto con fuerza ambos antebrazos del nativo. Sintió un frio tan penetrante que imagino sus huesos resquebrajándose como cristal; pero aun así se mantuvo firme, superando el entumecimiento. Pero, pese a sus esfuerzos, la fuerza de su rival era demasiada como para provocar que sus brazos cedieran. Por puro instinto —y también por el recuerdo de una dolorosa lección a su curiosidad—, reunió cuanto chakra pudo en sus manos; canalizo la energía hasta la punta de sus dedos, densificándola hasta el punto de generar un calor considerable. Era aquella vieja técnica conocida como Sello del Tallado de Dedos. El Seltkalt profirió un grito mientras la carne era quemada, mientras que los dedos del muchacho creaban surcos en la pálida piel, cauterizándolos al instante. Sus brazos cedieron al dolor. Dio un cabezazo al moreno y se arrojó al suelo buscando alivio, justo a tiempo como para que la técnica del pelirrojo le diera de lleno y lo dejara confinado a la superficie de madera.
—Salgamos de aquí!—dijo Keisuke.
El Hakagurē se puso en marcha, dejando atrás a un enemigo que yacía con el rostro pegado al piso; arrojando maldiciones de carácter ininteligible mientras se retorcía salvajemente. Bajo de un gran salto y corrió cuanto pudo, alejándose de la casa hacia donde ahora yacían el anciano Sarutobi, la mujer temperamental y la niña nativa.
—Lograron retirarse justo a tiempo —aseguro el anciano, mientras tensaba un arco que sostenía una flecha en llamas.
Los jóvenes habrían de llegar hasta su grupo, en buen momento para escuchar como el suelo de roble del ático se quebraba, como nuevas masas de hielo comenzaban a tomar forma. El Sarutobi disparo la flecha, formando un gran arco con su trayectoria destinada a culminar en el ático destrozado.
Todos contuvieron el aliento, preparados para lo que viniese… Estaban preparados para que el plan —pese a no tener idea de cuál era— funcionase a la perfección. Y quien sabe, quizás estaban también preparados para que todo fallara, para aceptar el fracaso y la consecuente muerte.
—¡No lo permitiré! —vocifero el peliblanco, al tiempo que se abalanzaba sobre el agazapado enemigo.
En un arranque de temeridad momentánea (arrastrado por la embriagante combinación de valor y desesperación), sujeto con fuerza ambos antebrazos del nativo. Sintió un frio tan penetrante que imagino sus huesos resquebrajándose como cristal; pero aun así se mantuvo firme, superando el entumecimiento. Pero, pese a sus esfuerzos, la fuerza de su rival era demasiada como para provocar que sus brazos cedieran. Por puro instinto —y también por el recuerdo de una dolorosa lección a su curiosidad—, reunió cuanto chakra pudo en sus manos; canalizo la energía hasta la punta de sus dedos, densificándola hasta el punto de generar un calor considerable. Era aquella vieja técnica conocida como Sello del Tallado de Dedos. El Seltkalt profirió un grito mientras la carne era quemada, mientras que los dedos del muchacho creaban surcos en la pálida piel, cauterizándolos al instante. Sus brazos cedieron al dolor. Dio un cabezazo al moreno y se arrojó al suelo buscando alivio, justo a tiempo como para que la técnica del pelirrojo le diera de lleno y lo dejara confinado a la superficie de madera.
—Salgamos de aquí!—dijo Keisuke.
El Hakagurē se puso en marcha, dejando atrás a un enemigo que yacía con el rostro pegado al piso; arrojando maldiciones de carácter ininteligible mientras se retorcía salvajemente. Bajo de un gran salto y corrió cuanto pudo, alejándose de la casa hacia donde ahora yacían el anciano Sarutobi, la mujer temperamental y la niña nativa.
—Lograron retirarse justo a tiempo —aseguro el anciano, mientras tensaba un arco que sostenía una flecha en llamas.
Los jóvenes habrían de llegar hasta su grupo, en buen momento para escuchar como el suelo de roble del ático se quebraba, como nuevas masas de hielo comenzaban a tomar forma. El Sarutobi disparo la flecha, formando un gran arco con su trayectoria destinada a culminar en el ático destrozado.
Todos contuvieron el aliento, preparados para lo que viniese… Estaban preparados para que el plan —pese a no tener idea de cuál era— funcionase a la perfección. Y quien sabe, quizás estaban también preparados para que todo fallara, para aceptar el fracaso y la consecuente muerte.