13/02/2018, 12:41
Pero Daruu, lejos de amilanarse, alzó una ceja y esbozó una breve sonrisa.
—Ayame, relájate un poco —dijo—. Sólo es un poco de hidromiel pluvial. Está buena. Está dulce. No soy alcóholico ni me voy a emborrachar. Tranquilízate.
Ella volvió a acomodarse en su silla, pero lejos de relajarse frunció aún más el ceño.
—No estamos en situación como para permitirnos embotarnos con el alcohol —replicó, claramente irritada.
Sin embargo, detrás de aquella simple excusa lógica que esgrimía como un escudo, había mucho más. Pero Daruu no podía entenderlo. Simplemente, no podía.
Y entonces, el genin se volvió hacia Kōri.
—¿De verdas crees que te van a traer los bollitos de vainilla de mi madre, sensei?
Él le miró con fijeza, pero no llegó a responder.
El tabernero volvió un rato después con una humeante bandeja de gran tamaño. Sobre ella, una pizza carbonara de tamaño familiar que parecía recién salida del horno. Ayame apartó la mirada a un lado, tratando inútilmente de ignorar el exquisito olor que le estaba llegando.
—Como los demás no han pedido nada, he supuesto que era para compartir —les dijo—. Ahora vengo con las bebidas. —Se volvió hacia la barra, y enseguida regresó con otra bandeja—. ¡Y con el postre! Aquí tenéis. Chica, como no has pedido nada te he traído una jarra con agua, para que al menos bebas algo. ¡Que aproveche!
—Gracias —respondió Kōri, con una nueva inclinación de cabeza.
Ayame, rígida como una tabla en su silla, mantenía las manos cruzadas sobre las piernas mientras sus ojos iban y venían entre los diferentes platos y bebidas como si temiera que en cuanto les fuera a poner un dedo encima fueran a estallar. Seguía negándose en rotundo a comer, por muy apetecible y tentadora que resultara la comida. No quería acostumbrarse a las comodidades de aquel mundo falso, temía comenzar a olvidar en cuanto lo hiciera. Y además... había oído mil y un cuentos sobre personas que se quedaban encerradas en el infierno para siempre después de probar bocado de la comida de allí.
—Tenemos que salir de aquí —susurró Daruu, después de darle un sorbo a su jarra—. No sé cuánto tiempo pasa en el mundo real mientras lo hace aquí, pero nuestros cuerpos están ahí fuera sin poder comer ni beber. Esta comida no es real.
—Lo sé... —farfulló Ayame, con ojos llorosos.
Kōri asintió. Había fijado los ojos en los bollitos de vainilla, y, de alguna manera, parecía algo decepcionado.
—No son los de Kiroe-san —afirmó en un susurró, antes de clavar su mirada en los dos genin.
Ayame ladeó la cabeza, ligeramente confundida. ¿De verdad había esperado que le trajera los famosos bollos de la Pastelería de Kiroe? ¿Por qué había hecho esa suposición? Sin embargo, el Jōnin no añadió nada más. Con toda la parsimonia del mundo, tomó una porción de pizza y levantó la cabeza para dirigirse al tabernero.
—Disculpe, señor. Antes ha dicho algo sobre una diosa. ¿A qué se refería exactamente?
—Ayame, relájate un poco —dijo—. Sólo es un poco de hidromiel pluvial. Está buena. Está dulce. No soy alcóholico ni me voy a emborrachar. Tranquilízate.
Ella volvió a acomodarse en su silla, pero lejos de relajarse frunció aún más el ceño.
—No estamos en situación como para permitirnos embotarnos con el alcohol —replicó, claramente irritada.
Sin embargo, detrás de aquella simple excusa lógica que esgrimía como un escudo, había mucho más. Pero Daruu no podía entenderlo. Simplemente, no podía.
Y entonces, el genin se volvió hacia Kōri.
—¿De verdas crees que te van a traer los bollitos de vainilla de mi madre, sensei?
Él le miró con fijeza, pero no llegó a responder.
El tabernero volvió un rato después con una humeante bandeja de gran tamaño. Sobre ella, una pizza carbonara de tamaño familiar que parecía recién salida del horno. Ayame apartó la mirada a un lado, tratando inútilmente de ignorar el exquisito olor que le estaba llegando.
—Como los demás no han pedido nada, he supuesto que era para compartir —les dijo—. Ahora vengo con las bebidas. —Se volvió hacia la barra, y enseguida regresó con otra bandeja—. ¡Y con el postre! Aquí tenéis. Chica, como no has pedido nada te he traído una jarra con agua, para que al menos bebas algo. ¡Que aproveche!
—Gracias —respondió Kōri, con una nueva inclinación de cabeza.
Ayame, rígida como una tabla en su silla, mantenía las manos cruzadas sobre las piernas mientras sus ojos iban y venían entre los diferentes platos y bebidas como si temiera que en cuanto les fuera a poner un dedo encima fueran a estallar. Seguía negándose en rotundo a comer, por muy apetecible y tentadora que resultara la comida. No quería acostumbrarse a las comodidades de aquel mundo falso, temía comenzar a olvidar en cuanto lo hiciera. Y además... había oído mil y un cuentos sobre personas que se quedaban encerradas en el infierno para siempre después de probar bocado de la comida de allí.
—Tenemos que salir de aquí —susurró Daruu, después de darle un sorbo a su jarra—. No sé cuánto tiempo pasa en el mundo real mientras lo hace aquí, pero nuestros cuerpos están ahí fuera sin poder comer ni beber. Esta comida no es real.
—Lo sé... —farfulló Ayame, con ojos llorosos.
Kōri asintió. Había fijado los ojos en los bollitos de vainilla, y, de alguna manera, parecía algo decepcionado.
—No son los de Kiroe-san —afirmó en un susurró, antes de clavar su mirada en los dos genin.
Ayame ladeó la cabeza, ligeramente confundida. ¿De verdad había esperado que le trajera los famosos bollos de la Pastelería de Kiroe? ¿Por qué había hecho esa suposición? Sin embargo, el Jōnin no añadió nada más. Con toda la parsimonia del mundo, tomó una porción de pizza y levantó la cabeza para dirigirse al tabernero.
—Disculpe, señor. Antes ha dicho algo sobre una diosa. ¿A qué se refería exactamente?