19/02/2018, 10:46
(Última modificación: 19/02/2018, 10:47 por Aotsuki Ayame.)
Junto a ella, Daruu se encogió de hombros, inseguro.
—Tal vez porque las promesas de tener todo lo que quieras están condicionadas a que formes una pieza clave en la fantasía infantil de Shiruuba. Así habrá taberneros, herreros para la cubertería, carpinteros para los muebles... —respondió, pero Ayame torció el gesto ligeramente, no muy convencida al respecto—. O quizás, simplemente, nadie pueda vivir durante mucho tiempo sin hacer algo productivo. A lo mejor, era uno de esos bandidos, y su sueño siempre había sido poseer una taberna. ¿Te imaginas a mi madre mucho tiempo sin dedicarse a la repostería?
—Cierto. Me creo más esa teoría. Después de todo, si puedes tener lo que sea con solo desearlo, ¿para qué trabajar en ello? Cada vendedor simplemente desearía lo que el consumidor les pidiese. Aunque... ellos también pueden hacerlo la verdad —añadió, pensativa.
Suponía que simplemente se debía a la incapacidad del ser humano de quedarse quieto demasiado tiempo. Debía de ser una vida terriblemente aburrida si podías tener lo que fuera con tan sólo desearlo con la suficiente fuerza. Y mientras caminaba junto a sus compañeros de misión entre las hileras de casas de piedra, todas ellas idénticas en apariencia, no pudo evitar preguntarse si el poder de Shiruuba tendría algún tipo de límite o de verdad podía crear cualquier cosa deseada o imaginada. Y un escalofrío recorrió su espalda cuando en su mente comenzó a asomar otra clase de pensamiento...
Ayame sacudió la cabeza, como quien intenta apartar una molesta mosca de su oído.
Pasados varios largos minutos llegaron a la zona norte del pueblo. Y ni siquiera tuvieron que preguntar por la residencia de la mujer a la que estaban buscando, pues una casa resaltaba sobre el resto por el color rosa de sus paredes. Fue Daruu el que se adelantó para llamar tres veces a la puerta.
Esperaron algunos segundos, pero no hubo respuesta. Ni siquiera se escuchaba ruido al otro lado de la puerta.
—Pero si os fijáis, la chimenea está... —comentó Daruu, pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando la puerta de madera se abrió con un chirrido.
Al otro lado una mujer joven, apenas un poco más mayor que Kōri, les contemplaba con sus ojos grises y la boca tan abierta como se les había quedado a ellos. Y es que, sobre su frente, lucía la bandana que la identificaba como kunoichi de Amegakure. Tenía el pelo oscuro, y casi no sobrepasaba la altura de sus hombros; y vestía con pantalones cortos oscuros, una camiseta violeta y un mono vaquero de color apagado encima de ambas prendas.
Lágimas silenciosas recorrieron sus mejillas.
—Por favor... pasad la noche conmigo. Hace mucho que no veo a nadie de la aldea... ¡Por favor! —les suplicó, e hizo tal reverencia que casi dio con su frente en el suelo.
—E... Eres... —balbuceó Ayame, avanzando un paso, pero Kōri la retuvo agarrándola por el hombro.
—Shiruuba dijo que éramos los primeros shinobi que llegábamos a este sitio —recordó, entrecerrando ligeramente sus gélidos ojos escarcha.
Y Ayame ahogó una exclamación, estudiando a la mujer con atención. ¿Quién mentía, Shiruuba o ella? Desde luego, si había sido Shiruuba era, desde el principio, una mentira con las patas muy cortas porque tarde o temprano iban a encontrarse con ella. ¿Acaso les estaba poniendo a prueba para comprobar si debían mandarlos al Infierno?
—Tal vez porque las promesas de tener todo lo que quieras están condicionadas a que formes una pieza clave en la fantasía infantil de Shiruuba. Así habrá taberneros, herreros para la cubertería, carpinteros para los muebles... —respondió, pero Ayame torció el gesto ligeramente, no muy convencida al respecto—. O quizás, simplemente, nadie pueda vivir durante mucho tiempo sin hacer algo productivo. A lo mejor, era uno de esos bandidos, y su sueño siempre había sido poseer una taberna. ¿Te imaginas a mi madre mucho tiempo sin dedicarse a la repostería?
—Cierto. Me creo más esa teoría. Después de todo, si puedes tener lo que sea con solo desearlo, ¿para qué trabajar en ello? Cada vendedor simplemente desearía lo que el consumidor les pidiese. Aunque... ellos también pueden hacerlo la verdad —añadió, pensativa.
Suponía que simplemente se debía a la incapacidad del ser humano de quedarse quieto demasiado tiempo. Debía de ser una vida terriblemente aburrida si podías tener lo que fuera con tan sólo desearlo con la suficiente fuerza. Y mientras caminaba junto a sus compañeros de misión entre las hileras de casas de piedra, todas ellas idénticas en apariencia, no pudo evitar preguntarse si el poder de Shiruuba tendría algún tipo de límite o de verdad podía crear cualquier cosa deseada o imaginada. Y un escalofrío recorrió su espalda cuando en su mente comenzó a asomar otra clase de pensamiento...
Ayame sacudió la cabeza, como quien intenta apartar una molesta mosca de su oído.
Pasados varios largos minutos llegaron a la zona norte del pueblo. Y ni siquiera tuvieron que preguntar por la residencia de la mujer a la que estaban buscando, pues una casa resaltaba sobre el resto por el color rosa de sus paredes. Fue Daruu el que se adelantó para llamar tres veces a la puerta.
Toc. Toc. Toc.
Esperaron algunos segundos, pero no hubo respuesta. Ni siquiera se escuchaba ruido al otro lado de la puerta.
—Pero si os fijáis, la chimenea está... —comentó Daruu, pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando la puerta de madera se abrió con un chirrido.
Al otro lado una mujer joven, apenas un poco más mayor que Kōri, les contemplaba con sus ojos grises y la boca tan abierta como se les había quedado a ellos. Y es que, sobre su frente, lucía la bandana que la identificaba como kunoichi de Amegakure. Tenía el pelo oscuro, y casi no sobrepasaba la altura de sus hombros; y vestía con pantalones cortos oscuros, una camiseta violeta y un mono vaquero de color apagado encima de ambas prendas.
Lágimas silenciosas recorrieron sus mejillas.
—Por favor... pasad la noche conmigo. Hace mucho que no veo a nadie de la aldea... ¡Por favor! —les suplicó, e hizo tal reverencia que casi dio con su frente en el suelo.
—E... Eres... —balbuceó Ayame, avanzando un paso, pero Kōri la retuvo agarrándola por el hombro.
—Shiruuba dijo que éramos los primeros shinobi que llegábamos a este sitio —recordó, entrecerrando ligeramente sus gélidos ojos escarcha.
Y Ayame ahogó una exclamación, estudiando a la mujer con atención. ¿Quién mentía, Shiruuba o ella? Desde luego, si había sido Shiruuba era, desde el principio, una mentira con las patas muy cortas porque tarde o temprano iban a encontrarse con ella. ¿Acaso les estaba poniendo a prueba para comprobar si debían mandarlos al Infierno?