22/02/2018, 10:57
(Última modificación: 22/02/2018, 11:08 por Aotsuki Ayame.)
Ella se inclinó también hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Miraba a Ayame con ojos cansados y una triste sonrisa en los labios.
—¿Acaso es mentira? ¿Acaso soy otra cosa? Espero no olvidarlo nunca —respondió.
—Lo sé —asintió Ayame, con vehemencia, bajo la atenta mirada de El Hielo. Estaba claro que no podían salvarla, pero sí que podían evitar que cayera en las garras de Shiruuba si la alertaban del peligro que corría—. A lo que me refiero es a que tengas cuidado para que no te terminen descubriendo y acabes... en ese Infierno...
—Pero ¿qué más da? Ellos no pueden hacerme nada, y Shiruuba, en realidad, me tiene miedo. Nos tiene miedo. Al fin y al cabo, para nosotros, el Infierno es inútil. No puede hacernos nada —culminó, y su voz se fue templando a cada palabra que formulaba, hasta que adquirió la gelidez de un témpano de hielo. Sin embargo, Ayame frunció el ceño, no demasiado convencida. Una mujer que manejara el Genjutsu y el Fūinjutsu con una maestría como la que había demostrado hasta el momento no podía ser moco de pavo. Shiruuba era poderosa, estaba convencida de ello. Arashihime se volvió hacia Kōri—. Esta es mi última petición, precisamente, compatriotas de Amegakure. Destruid el libro. Matad a Shiruuba. Acabad con la ilusión. Dejadnos morir, y sobretodo, liberad a la pobre gente que Shiruuba explota vilmente.
«¿Que explota a la gente?» Se preguntó Ayame, ladeando la cabeza. ¿De qué manera se podía explotar a unas personas a las que estabas concediendo deseos?
Kōri no respondió. Ni siquiera asintió. Había entrecerrado ligeramente los ojos y tenía sus ojos cristalinos clavados en la kunoichi que ahora se reincorporaba y se acercaba a la chimenea. Y es que su misión era retornar aquel libro a Amegakure. ¿Cómo fallar su misión y explicárselo a Yui? El fuego hizo bailar luces y sombras en el rostro de Arashihime, pero eran luces y sombras frías, vacías, como aquel fuego ilusorio. La mujer cruzó los brazos tras la espalda.
—El Infierno, ¿eh? Sí, un nombre muy apropiado. ¿Sabéis lo que hay ahí? —preguntó, pero nadie respondió—. Decidme, ¿creéis que un Genjutsu de tal calibre puede mantenerse simplemente con la energía de una sola persona?
Ayame aguantó la respiración. ¿Acaso había alguien más detrás de aquella locura? No. Pero ni en sus más fantásticas ensoñaciones habría llegado a adivinar la terrorífica y oscura verdad que se escondía tras sus palabras. Junto a ella, Daruu se había inclinado hacia delante, expectante.
—Gente de rodillas. Encadenada. Con goteros y cables adaptados para el chakra enchufados por todo el cuerpo. —La voz de Arashihime temblaba al hablar, pero no temblaba más de lo que hacía Ayame con cada palabra que escuchaba—. Gente sufriendo, gente que ha olvidado que es... gente. Un rebaño humano de chakra para nutrirse. Esa es la verdadera cara de Shiruuba —se dio la vuelta para encararlos de nuevo—. No es una Diosa. Es un Demonio.
Daruu se había levantado de golpe, pero Ayame, al contrario, se dejó caer sobre el respaldo del sofá con un prolongado suspiro y lágrimas en los ojos. En su cabeza se habían dibujado toda clase de escenas con la descripción que les había dado Arashihime, a cada cual peor que la anterior. Al principio habían creído que Shiruuba había creado esa técnica para su propia inmortalidad y que los insensatos que habían intentado allanar o robar su preciado libro habían sido absorbidos por aquella técnica y ahora vivían en un Paraíso donde todos sus deseos eran concedidos sin reparo y Shiruuba era reverenciada como una diosa. Después Habían sabido que no habían sido sólo ladrones y delincuentes los que habían caído allí, sino que la propia mujer había secuestrado a otras personas inocentes para llevar a cabo las pruebas de su malévola técnica. Y ahora conocían que el Infierno del que la gente hablaba de forma tan venerable para condenar a los supuesto herejes no era más que un rebaño de personas a los que se les extraía la energía para ayudar a mantener aquel mundo.
Si antes tenía el convencimiento de que Shiruuba era una mujer poderosa, ahora se sumaba el hecho de que era terriblemente peligrosa.
«Y yo... había llegado a pensar que... ¡Estúpida!»
—¿Dónde está ese Infierno? —exigió saber Daruu.
—Bajo la ciudad. Protegido con una barrera de chakra. Imposible de romper... para un solo ninja. O quizás incluso para cuatro ninjas —Arashihime se cruzó de brazos, ladeó el rostro y miró al genin—. A no ser que uno de los cuatro pudiera ver cuál es el punto donde el chakra fluye con menos fuerza, Hyūga. Ahora, deberíamos ser prudentes, sentarnos, y beber de nuestros refrescos, no vaya a ser que Shiruuba despierte y nos escuche conspirar. Si está esperando una intrusión, nunca podremos entrar.
—Bien —Daruu se sentó y miró al infinito, con sus ojos clavados en un ladrillo concreto de la chimenea.
Pero Kōri volvió a tomar la palabra.
—Si aún hay tiempo: ¿cómo es que sabes todo eso y no has acabado en ese Infierno? —cuestionó en voz baja con las manos entrelazadas sobre el regazo.
—¿Acaso es mentira? ¿Acaso soy otra cosa? Espero no olvidarlo nunca —respondió.
—Lo sé —asintió Ayame, con vehemencia, bajo la atenta mirada de El Hielo. Estaba claro que no podían salvarla, pero sí que podían evitar que cayera en las garras de Shiruuba si la alertaban del peligro que corría—. A lo que me refiero es a que tengas cuidado para que no te terminen descubriendo y acabes... en ese Infierno...
—Pero ¿qué más da? Ellos no pueden hacerme nada, y Shiruuba, en realidad, me tiene miedo. Nos tiene miedo. Al fin y al cabo, para nosotros, el Infierno es inútil. No puede hacernos nada —culminó, y su voz se fue templando a cada palabra que formulaba, hasta que adquirió la gelidez de un témpano de hielo. Sin embargo, Ayame frunció el ceño, no demasiado convencida. Una mujer que manejara el Genjutsu y el Fūinjutsu con una maestría como la que había demostrado hasta el momento no podía ser moco de pavo. Shiruuba era poderosa, estaba convencida de ello. Arashihime se volvió hacia Kōri—. Esta es mi última petición, precisamente, compatriotas de Amegakure. Destruid el libro. Matad a Shiruuba. Acabad con la ilusión. Dejadnos morir, y sobretodo, liberad a la pobre gente que Shiruuba explota vilmente.
«¿Que explota a la gente?» Se preguntó Ayame, ladeando la cabeza. ¿De qué manera se podía explotar a unas personas a las que estabas concediendo deseos?
Kōri no respondió. Ni siquiera asintió. Había entrecerrado ligeramente los ojos y tenía sus ojos cristalinos clavados en la kunoichi que ahora se reincorporaba y se acercaba a la chimenea. Y es que su misión era retornar aquel libro a Amegakure. ¿Cómo fallar su misión y explicárselo a Yui? El fuego hizo bailar luces y sombras en el rostro de Arashihime, pero eran luces y sombras frías, vacías, como aquel fuego ilusorio. La mujer cruzó los brazos tras la espalda.
—El Infierno, ¿eh? Sí, un nombre muy apropiado. ¿Sabéis lo que hay ahí? —preguntó, pero nadie respondió—. Decidme, ¿creéis que un Genjutsu de tal calibre puede mantenerse simplemente con la energía de una sola persona?
Ayame aguantó la respiración. ¿Acaso había alguien más detrás de aquella locura? No. Pero ni en sus más fantásticas ensoñaciones habría llegado a adivinar la terrorífica y oscura verdad que se escondía tras sus palabras. Junto a ella, Daruu se había inclinado hacia delante, expectante.
—Gente de rodillas. Encadenada. Con goteros y cables adaptados para el chakra enchufados por todo el cuerpo. —La voz de Arashihime temblaba al hablar, pero no temblaba más de lo que hacía Ayame con cada palabra que escuchaba—. Gente sufriendo, gente que ha olvidado que es... gente. Un rebaño humano de chakra para nutrirse. Esa es la verdadera cara de Shiruuba —se dio la vuelta para encararlos de nuevo—. No es una Diosa. Es un Demonio.
Daruu se había levantado de golpe, pero Ayame, al contrario, se dejó caer sobre el respaldo del sofá con un prolongado suspiro y lágrimas en los ojos. En su cabeza se habían dibujado toda clase de escenas con la descripción que les había dado Arashihime, a cada cual peor que la anterior. Al principio habían creído que Shiruuba había creado esa técnica para su propia inmortalidad y que los insensatos que habían intentado allanar o robar su preciado libro habían sido absorbidos por aquella técnica y ahora vivían en un Paraíso donde todos sus deseos eran concedidos sin reparo y Shiruuba era reverenciada como una diosa. Después Habían sabido que no habían sido sólo ladrones y delincuentes los que habían caído allí, sino que la propia mujer había secuestrado a otras personas inocentes para llevar a cabo las pruebas de su malévola técnica. Y ahora conocían que el Infierno del que la gente hablaba de forma tan venerable para condenar a los supuesto herejes no era más que un rebaño de personas a los que se les extraía la energía para ayudar a mantener aquel mundo.
Si antes tenía el convencimiento de que Shiruuba era una mujer poderosa, ahora se sumaba el hecho de que era terriblemente peligrosa.
«Y yo... había llegado a pensar que... ¡Estúpida!»
—¿Dónde está ese Infierno? —exigió saber Daruu.
—Bajo la ciudad. Protegido con una barrera de chakra. Imposible de romper... para un solo ninja. O quizás incluso para cuatro ninjas —Arashihime se cruzó de brazos, ladeó el rostro y miró al genin—. A no ser que uno de los cuatro pudiera ver cuál es el punto donde el chakra fluye con menos fuerza, Hyūga. Ahora, deberíamos ser prudentes, sentarnos, y beber de nuestros refrescos, no vaya a ser que Shiruuba despierte y nos escuche conspirar. Si está esperando una intrusión, nunca podremos entrar.
—Bien —Daruu se sentó y miró al infinito, con sus ojos clavados en un ladrillo concreto de la chimenea.
Pero Kōri volvió a tomar la palabra.
—Si aún hay tiempo: ¿cómo es que sabes todo eso y no has acabado en ese Infierno? —cuestionó en voz baja con las manos entrelazadas sobre el regazo.