25/02/2018, 21:33
Muten Rōshi asintió con firmeza al entender que había convencido a los dos ninjas de que se entregasen a los soldados del Daimyō en lugar de intentar realizar una épica huída en solitario a través del desierto.
—Vamos a ello pues —replicó.
Sin embargo, la dificultad de ambos genin para subir a los profesores por el angosto túnel hasta la superficie no fue idéntica en ambos casos, ni mucho menos. El director de la expedición disfrutó de un ascenso relativamente tranquilo y fácil gracias a los clones de papel de Aiko, que le llevaron casi en volandas, y en apenas unos minutos desaparecieron tras el agujero que daba a la superficie.
Datsue y Banadoru, sin embargo, tardaron bastante más. El profesor adjunto era notablemente más jóven y ágil que su maestro, pero aun así el Uchiha no tenía la fuerza necesaria, ni por asomo, para cargarle por completo y sin ayuda. Así pues, Banadoru tuvo que ir agarrándose como podía a las paredes del angosto túnel mientras Datsue intentaba por todos los medios ascender.
Un rato después, los cuatro estaban fuera.
Desde allí se podía ver la batalla de forma algo más clara; y conforme pasaba el tiempo, el panorama se fue clareando para dejar lugar a los vencedores. No habría sido demasiado difícil predecir el resultado correcto, después de todo la refriega la habían protagonizado obreros y maleantes frente a soldados bien entrenados y equipados. Antes de que los ninjas pudieran siquiera intervenir la sangrienta refriega ya se había decantado del lado de los militares. Los obreros restantes ya habían arrojado las armas y levantado los brazos en señal de rendición, mientras algunos jinetes del Daimyō cabalgaban de acá para allá dando caza a los que intentaban huir a pie.
—Alea jacta est —recitó el profesor Rōshi con semblante tembloroso pero pretendidamente solemne—. Vamos allá.
Los dos académicos empezaron a andar con pasos cansados y nerviosos hacia el campamento. Llegados a cierta distancia, Rōshi levantó los brazos y empezó a gritar pidiendo auxilio. El caos de la batalla ya iba diluyéndose en la fría noche invernal, y algunos de los soldados no tardaron en oír la llamada de socorro del profesor.
Dos jinetes se acercaron a lomos de imponentes caballos de crines bien cuidadas. Llevaban armaduras ligeras con los colores de Kaze no Kuni y turbantes de tela blanca sobre la cabeza. En el cinturón, sendos sables envainados. Entre la oscuridad, ninguno de los genin sería capaces de distinguir sus facciones, pero si sentirían la mirada penetrante y agresiva de ambos soldados escudriñándoles desde lo alto de sus bestias.
—¿¡Quién va!? —quiso saber uno de ellos—. ¡Las manos donde pueda verlas!
—Vamos a ello pues —replicó.
Sin embargo, la dificultad de ambos genin para subir a los profesores por el angosto túnel hasta la superficie no fue idéntica en ambos casos, ni mucho menos. El director de la expedición disfrutó de un ascenso relativamente tranquilo y fácil gracias a los clones de papel de Aiko, que le llevaron casi en volandas, y en apenas unos minutos desaparecieron tras el agujero que daba a la superficie.
Datsue y Banadoru, sin embargo, tardaron bastante más. El profesor adjunto era notablemente más jóven y ágil que su maestro, pero aun así el Uchiha no tenía la fuerza necesaria, ni por asomo, para cargarle por completo y sin ayuda. Así pues, Banadoru tuvo que ir agarrándose como podía a las paredes del angosto túnel mientras Datsue intentaba por todos los medios ascender.
Un rato después, los cuatro estaban fuera.
Desde allí se podía ver la batalla de forma algo más clara; y conforme pasaba el tiempo, el panorama se fue clareando para dejar lugar a los vencedores. No habría sido demasiado difícil predecir el resultado correcto, después de todo la refriega la habían protagonizado obreros y maleantes frente a soldados bien entrenados y equipados. Antes de que los ninjas pudieran siquiera intervenir la sangrienta refriega ya se había decantado del lado de los militares. Los obreros restantes ya habían arrojado las armas y levantado los brazos en señal de rendición, mientras algunos jinetes del Daimyō cabalgaban de acá para allá dando caza a los que intentaban huir a pie.
—Alea jacta est —recitó el profesor Rōshi con semblante tembloroso pero pretendidamente solemne—. Vamos allá.
Los dos académicos empezaron a andar con pasos cansados y nerviosos hacia el campamento. Llegados a cierta distancia, Rōshi levantó los brazos y empezó a gritar pidiendo auxilio. El caos de la batalla ya iba diluyéndose en la fría noche invernal, y algunos de los soldados no tardaron en oír la llamada de socorro del profesor.
Dos jinetes se acercaron a lomos de imponentes caballos de crines bien cuidadas. Llevaban armaduras ligeras con los colores de Kaze no Kuni y turbantes de tela blanca sobre la cabeza. En el cinturón, sendos sables envainados. Entre la oscuridad, ninguno de los genin sería capaces de distinguir sus facciones, pero si sentirían la mirada penetrante y agresiva de ambos soldados escudriñándoles desde lo alto de sus bestias.
—¿¡Quién va!? —quiso saber uno de ellos—. ¡Las manos donde pueda verlas!