27/02/2018, 13:41
(Última modificación: 27/02/2018, 13:42 por Aotsuki Ayame.)
Ayame tragó saliva, con el sudor frío perlando su frente, al sentir los ojos de su hermano mayor atravesándoles como puñales de hielo. No se veía capaz de moverse, pero, junto a ella, Daruu inclinó el cuerpo en una reverencia de manera tan repentina que ella creyó durante un instante que se había ido de cabeza contra el suelo.
—Buenos días, Kōri-sensei. Nohapasadonada, Kōri-sensei. Nosquedamosdormidoscomountronco. Kōri-sensei.
«¡IDIOTA! ¡Eso ha sido peor que no decir nada!» Ayame se volvió hacia él, alarmada, antes de girar de nuevo con lentitud hacia Kōri.
El Hielo se mantenía imperturbable, como una perfecta estatua de hielo, mientras los segundos pasaban con dolorosa lentitud. En algún lugar de la casa, Ayame escuchó el tictac de un reloj, y sintió que la aguja iba segando su propia alma con cada tic y cada tac. De repente echó a andar hacia ellos. Lento. Muy lento. Y Ayame se puso más rígida aún, apretando sendos puños junto a sus piernas. Pasó entre ambos, Ayame no siquiera se atrevió a girarse, y entonces sintieron una brisa de aire gélido que recorrió su cuerpo de abajo a arriba con la delicadeza de un bisturí de cirujano y que le puso los pelos de punta.
—Buenos días —dijo, simplemente. Y bajó las escaleras de camino al comedor.
Ayame no se atrevió a soltar el aire de los pulmones hasta que dejó de sentir su presencia. Y aún así, cuando se volvió hacia Daruu, su cuerpo seguía tiritando de forma incontrolable.
—A... ¿Ahora... qué hacemos...? ¿Cómo... cómo bajamos ahí...? N... nos va a...
—Buenos días, Kōri-sensei. Nohapasadonada, Kōri-sensei. Nosquedamosdormidoscomountronco. Kōri-sensei.
«¡IDIOTA! ¡Eso ha sido peor que no decir nada!» Ayame se volvió hacia él, alarmada, antes de girar de nuevo con lentitud hacia Kōri.
El Hielo se mantenía imperturbable, como una perfecta estatua de hielo, mientras los segundos pasaban con dolorosa lentitud. En algún lugar de la casa, Ayame escuchó el tictac de un reloj, y sintió que la aguja iba segando su propia alma con cada tic y cada tac. De repente echó a andar hacia ellos. Lento. Muy lento. Y Ayame se puso más rígida aún, apretando sendos puños junto a sus piernas. Pasó entre ambos, Ayame no siquiera se atrevió a girarse, y entonces sintieron una brisa de aire gélido que recorrió su cuerpo de abajo a arriba con la delicadeza de un bisturí de cirujano y que le puso los pelos de punta.
—Buenos días —dijo, simplemente. Y bajó las escaleras de camino al comedor.
Ayame no se atrevió a soltar el aire de los pulmones hasta que dejó de sentir su presencia. Y aún así, cuando se volvió hacia Daruu, su cuerpo seguía tiritando de forma incontrolable.
—A... ¿Ahora... qué hacemos...? ¿Cómo... cómo bajamos ahí...? N... nos va a...