28/02/2018, 10:24
Pese a ser padre e hijo, sangre de su misma sangre, Zetsuo y Kōri eran dos personas diferentes, prácticamente opuestas. La ira de Zetsuo era explosiva y violenta, imparable y ardiente como un volcán en erupción; mientras que la ira de Kōri era gélida, suave, paciente y letal como el dedo de la muerte en el océano. Pero no por ello era menos terrorífica.
Ayame lo sabía, aunque ella jamás había visto a su hermano enfurecido de verdad. Era difícil sacar a El Hielo de su cuadro de calma, pero una vez hecho era imparable. Daruu había visto su verdadera faceta como asesino, allá en la guarida de los Hōzuki.
—Yo voy a bajar ahí, voy a dar los buenos días, me voy a comer un croissant, que sin duda será el mejor que me habré comido en toda mi vida —resolvió el genin, reincorporándose y sacudiéndose el polvo del pantalón después de casi ir de cabeza contra el suelo—, y voy a intentar olvidar esta sensación acercándome todo lo posible a la chimenea.
Ayame tragó saliva, pero asintió. Y aún así se colocó detrás de él, haciendo de su pareja un escudo frente a su hermano y sensei. Bajaron las escaleras con parca lentitud, sin ningún tipo de prisa, mientras Ayame miraba por encima del hombro de su compañero con el miedo acelerando su corazón. Abajo, Arashihime ya estaba preparando el desayuno para todos. Kōri también estaba allí, sentado en el asiento más alejado de la chimenea, mientras se servía una tostada y la untaba con mantequilla. El Jōnin no levantó la mirada hacia ellos en ningún momento, como si no hubiera pasado absolutamente nada en el piso de arriba. Y cuando Daruu se sentó lo más cerca posible de la chimenea, en el lado opuesto a El Hielo, a Ayame no le quedó más remedio que sentarse junto a él. Con manos temblorosas, tomó un croissant de chocolate nevado con azúcar glass.
—Y bien, ¿qué vais a hacer hoy? Por favor, por favor, reservadme otro hueco esta tarde. ¡Quiero seguir oyendo más historias de Amegakure! —exclamó Arashihime, clavando sus ojos en Kōri.
Él le devolvió una mirada tan inexpresiva como era habitual en él.
—Por supuesto, tenemos muchas cosas que compartir entre compañeros de aldea y oficio.
—¿Y qué vamos a hacer hasta la tarde? —preguntó Ayame, que no se había dado cuenta de que tenía las mejillas blanqueadas por el efecto del azúcar—. ¿Hay algo interesante que hacer aquí?
Ayame lo sabía, aunque ella jamás había visto a su hermano enfurecido de verdad. Era difícil sacar a El Hielo de su cuadro de calma, pero una vez hecho era imparable. Daruu había visto su verdadera faceta como asesino, allá en la guarida de los Hōzuki.
—Yo voy a bajar ahí, voy a dar los buenos días, me voy a comer un croissant, que sin duda será el mejor que me habré comido en toda mi vida —resolvió el genin, reincorporándose y sacudiéndose el polvo del pantalón después de casi ir de cabeza contra el suelo—, y voy a intentar olvidar esta sensación acercándome todo lo posible a la chimenea.
Ayame tragó saliva, pero asintió. Y aún así se colocó detrás de él, haciendo de su pareja un escudo frente a su hermano y sensei. Bajaron las escaleras con parca lentitud, sin ningún tipo de prisa, mientras Ayame miraba por encima del hombro de su compañero con el miedo acelerando su corazón. Abajo, Arashihime ya estaba preparando el desayuno para todos. Kōri también estaba allí, sentado en el asiento más alejado de la chimenea, mientras se servía una tostada y la untaba con mantequilla. El Jōnin no levantó la mirada hacia ellos en ningún momento, como si no hubiera pasado absolutamente nada en el piso de arriba. Y cuando Daruu se sentó lo más cerca posible de la chimenea, en el lado opuesto a El Hielo, a Ayame no le quedó más remedio que sentarse junto a él. Con manos temblorosas, tomó un croissant de chocolate nevado con azúcar glass.
—Y bien, ¿qué vais a hacer hoy? Por favor, por favor, reservadme otro hueco esta tarde. ¡Quiero seguir oyendo más historias de Amegakure! —exclamó Arashihime, clavando sus ojos en Kōri.
Él le devolvió una mirada tan inexpresiva como era habitual en él.
—Por supuesto, tenemos muchas cosas que compartir entre compañeros de aldea y oficio.
—¿Y qué vamos a hacer hasta la tarde? —preguntó Ayame, que no se había dado cuenta de que tenía las mejillas blanqueadas por el efecto del azúcar—. ¿Hay algo interesante que hacer aquí?