3/03/2018, 02:53
Inmediatamente después de la última tribulación del intrépido, la puerta de la cabaña se abrió con lentitud. Dos figuras entorpecidas por oscuros harapos se adentraron a la misma, y al descubrirse, revelaron sus rostros al retirarse las capuchas. Una de ellas era la dama violeta, y la otra ...
—Ella es Tsurara.
Tsurara era una mujer que tendría unos treinta y cinco. Lucía mundana, desaliñada y por los vestigios de su rostro, era evidente que su vida no había sido la más sencilla de todas. Llevaba consigo una gran caja rectangular que, tras una reverencia, dejó por sobre una mesa y la abrió, mientras observaba a la distancia el estado de su paciente.
—No tenemos mucho tiempo. Necesito un cuenco con agua limpia, rápido —se cubrió las manos con dos guantes de latex blancos y se llevó los utensilios hasta los linderos de Shinjaka. Luego, pidió ayuda a los ninja para que movieran al hombre hacia el costado, con lo que la herida quedaría apuntando hacia arriba. Cogió unas tijeras, cortó las vendas improvisadas que por suerte habían ayudado a detener el sangrado y miró a los presentes en una larga y tendida pausa durante la cual se permitiría analizar el estado de la herida, su profundidad, y si existía la casualidad de que hubiese tocado algún órgano importante. Cabeceó durante la inspección y se debatió entre sus limitados conocimientos para tomar una decisión—. Sujétenlo, y tápenle la boca.
Alguno de los uzujin tendría que luchar entonces con la bestia enardecida que rugió de pronto con el dolor. La conciencia que yacía perdida en los lúgubres espacios de su indisposición cayó repentinamente en él, de nuevo, cuando Tsurara empezase a desintoxicar la herida con torrentes tendidos de alcohol. Inundó el tajo del cuchillo con él y apretaba la carne a los costados para que el líquido calase hasta lo más profundo, y que no hubiese posibilidad de infección. Shinjaka se movía con la fuerza de diez hombres y mordía el bozal que le hubieran puesto con si quisiese romperse los dientes.
Luego, una serie de ungüentos anti coagulantes, que ayudarían a aliviar el dolor. Palpó de nuevo, aquí y allá, y asintió, con calma.
Parece que no rasgó nada importante, pero las paredes intercostales están muy maltrechas. Voy a cerrar, y esperemos que su organismo pueda sanar por sí sólo.
Posteriomente, ante la escrutinio de los otros tres, cogió una aguja quirúrgica e hilo cicatrizante. Después comenzó a zigzagear a lo largo del tajo, logrando poner una línea de ocho puntos bien sujetos. Volvió a limpiar la herida y la cubrió con gasas, y cinta de operatorio.
Ahora, a esperar.... ¿en qué estáis metidos, eh, críos?
—Sin preguntas, Tsurara-san; por favor.
—Ella es Tsurara.
Tsurara era una mujer que tendría unos treinta y cinco. Lucía mundana, desaliñada y por los vestigios de su rostro, era evidente que su vida no había sido la más sencilla de todas. Llevaba consigo una gran caja rectangular que, tras una reverencia, dejó por sobre una mesa y la abrió, mientras observaba a la distancia el estado de su paciente.
—No tenemos mucho tiempo. Necesito un cuenco con agua limpia, rápido —se cubrió las manos con dos guantes de latex blancos y se llevó los utensilios hasta los linderos de Shinjaka. Luego, pidió ayuda a los ninja para que movieran al hombre hacia el costado, con lo que la herida quedaría apuntando hacia arriba. Cogió unas tijeras, cortó las vendas improvisadas que por suerte habían ayudado a detener el sangrado y miró a los presentes en una larga y tendida pausa durante la cual se permitiría analizar el estado de la herida, su profundidad, y si existía la casualidad de que hubiese tocado algún órgano importante. Cabeceó durante la inspección y se debatió entre sus limitados conocimientos para tomar una decisión—. Sujétenlo, y tápenle la boca.
Alguno de los uzujin tendría que luchar entonces con la bestia enardecida que rugió de pronto con el dolor. La conciencia que yacía perdida en los lúgubres espacios de su indisposición cayó repentinamente en él, de nuevo, cuando Tsurara empezase a desintoxicar la herida con torrentes tendidos de alcohol. Inundó el tajo del cuchillo con él y apretaba la carne a los costados para que el líquido calase hasta lo más profundo, y que no hubiese posibilidad de infección. Shinjaka se movía con la fuerza de diez hombres y mordía el bozal que le hubieran puesto con si quisiese romperse los dientes.
Luego, una serie de ungüentos anti coagulantes, que ayudarían a aliviar el dolor. Palpó de nuevo, aquí y allá, y asintió, con calma.
Parece que no rasgó nada importante, pero las paredes intercostales están muy maltrechas. Voy a cerrar, y esperemos que su organismo pueda sanar por sí sólo.
Posteriomente, ante la escrutinio de los otros tres, cogió una aguja quirúrgica e hilo cicatrizante. Después comenzó a zigzagear a lo largo del tajo, logrando poner una línea de ocho puntos bien sujetos. Volvió a limpiar la herida y la cubrió con gasas, y cinta de operatorio.
Ahora, a esperar.... ¿en qué estáis metidos, eh, críos?
—Sin preguntas, Tsurara-san; por favor.