4/03/2018, 19:52
Daruu la contempló en silencio durante unos instantes. Después, apoyó una mano sobre su hombro y cerró los ojos.
—Por lo visto, no existe ni la lluvia, en eso estaba pensando ahora mismo. Vamos para allá, a ver si hay olas o el mundo se corta por la mitad por un muro o algo.
—Bueno, hemos cruzado un puente sobre el mar para venir hasta aquí, así que existir existen —comentó ella, con una risilla. Hizo el amago de echar a andar hacia donde se suponía que estaba la playa de la que les había hablado Arashihime, en el otro extremo de la isla, pero su compañero la interrumpió.
—Pero... ¿Y tu herma... y Kōri-sensei? Me da cosa dejarle sólo —Chasqueó la lengua, y volvió a abrir la puerta de la casa de Arashihime. Sin embargo, antes se giró hacia Ayame—: A ver si así se le pasa un poco el enfado.
—Sí, no se vaya a pensar que estábamos en una cita —respondió, volviendo a reír. Pero sus mejillas se habían sonrojado con fuerza.
—¡Eh, sensei! ¡Vamos a ir a la playa un rato! ¿Te vienes?
—Voy —respondió la voz de Kōri.
Y Ayame pegó un brinco. Porque su voz no había sonado desde el interior de la casa; sino desde sus espaldas.
«¡¿Pero cuándo?! ¡¿Y cómo?!» Pensó, volviéndose hacia él. Y su hermano le devolvió una mirada inexpugnable. Sabía que El Hielo podía llegar ser tan sigiloso como el vuelo de un búho en mitad de la noche, ¿pero tanto? ¡Ni siquiera había sentido su presencia!
—¿Vamos?
—S... ¡Sí!
Se pusieron en marcha, y poco a poco fueron dejando atrás las casas de aquel falso pueblo en miniatura. Sus pasos les llevaron hasta la entrada del norte de la muralla, vacía como lo había estado la que habían cruzado el día anterior.
«¿Para qué quieren una muralla si no hay nadie para vigilarla?» Se preguntó Ayame, torciendo el gesto. «Además... ¿quién va a venir a conquistarlos si sólo están ellos...?»
El asfalto del suelo se vio repentinamente sustituido por la tierra y las rocas. El espacio a su alrededor pronto se llenó de árboles y en cuestión de minutos estos desaparecieron de nuevo y llegaron a un punto en el que la tierra se cortaba bruscamente y formaba un barranco que debía alzarse aproximadamente una decena de metros por encima de la arena que se extendía abajo. Por suerte, a mano derecha una escalinata tallada en la misma roca que descendía hasta la playa. Y, más allá, estaba el mar.
Ayame descendió con cuidado y se quitó las sandalias antes de echar a andar sobre la arena, blanca como la nieve y cálida sin llegar al punto de quemarle las plantas de los pies. La muchacha suspiró cuando sintió la brisa revolviendo sus cabellos y el susurro de las olas en sus oídos y trató de aspirar el olor a salitre. Cualquiera podría haber pensado que aquella era una playa de ensueño, que nada tenía que envidiar a las playas del País del Remolino, pero para Ayame toda aquella perfección no era más que una sucia farsa que intentaba, una y otra vez, engañarla y engatusarla.
«Quiero volver a casa... No deseo otra cosa...» Volvió a pensar, con lágrimas en los ojos. ¿Pero qué pasaría si no lo conseguían? ¿Sabrían cuando sus cuerpos murieran en el mundo real? «Quizás es en ese momento cuando pierden la memoria.» Meditó, pensando en el tabernero del día anterior. Pero enseguida sacudió aquel pensamiento de su mente. Si fuera así, ni Arashihime ni Shiruuba recordarían nada de sus vidas pasadas.
Por lo que, lo único que les quedaba en aquel momento era esperar hasta la hora en la que Shiruuba descansara y salir por sus propios medios de aquel infierno.
—¿Creéis que habrá más islas como esta? —preguntó en voz alta, avanzando hasta que la espuma de las olas llegó a lamer sus pies—. ¿Qué pasaría si me pusiera a nadar en línea recta hacia el horizonte?
—Por lo visto, no existe ni la lluvia, en eso estaba pensando ahora mismo. Vamos para allá, a ver si hay olas o el mundo se corta por la mitad por un muro o algo.
—Bueno, hemos cruzado un puente sobre el mar para venir hasta aquí, así que existir existen —comentó ella, con una risilla. Hizo el amago de echar a andar hacia donde se suponía que estaba la playa de la que les había hablado Arashihime, en el otro extremo de la isla, pero su compañero la interrumpió.
—Pero... ¿Y tu herma... y Kōri-sensei? Me da cosa dejarle sólo —Chasqueó la lengua, y volvió a abrir la puerta de la casa de Arashihime. Sin embargo, antes se giró hacia Ayame—: A ver si así se le pasa un poco el enfado.
—Sí, no se vaya a pensar que estábamos en una cita —respondió, volviendo a reír. Pero sus mejillas se habían sonrojado con fuerza.
—¡Eh, sensei! ¡Vamos a ir a la playa un rato! ¿Te vienes?
—Voy —respondió la voz de Kōri.
Y Ayame pegó un brinco. Porque su voz no había sonado desde el interior de la casa; sino desde sus espaldas.
«¡¿Pero cuándo?! ¡¿Y cómo?!» Pensó, volviéndose hacia él. Y su hermano le devolvió una mirada inexpugnable. Sabía que El Hielo podía llegar ser tan sigiloso como el vuelo de un búho en mitad de la noche, ¿pero tanto? ¡Ni siquiera había sentido su presencia!
—¿Vamos?
—S... ¡Sí!
Se pusieron en marcha, y poco a poco fueron dejando atrás las casas de aquel falso pueblo en miniatura. Sus pasos les llevaron hasta la entrada del norte de la muralla, vacía como lo había estado la que habían cruzado el día anterior.
«¿Para qué quieren una muralla si no hay nadie para vigilarla?» Se preguntó Ayame, torciendo el gesto. «Además... ¿quién va a venir a conquistarlos si sólo están ellos...?»
El asfalto del suelo se vio repentinamente sustituido por la tierra y las rocas. El espacio a su alrededor pronto se llenó de árboles y en cuestión de minutos estos desaparecieron de nuevo y llegaron a un punto en el que la tierra se cortaba bruscamente y formaba un barranco que debía alzarse aproximadamente una decena de metros por encima de la arena que se extendía abajo. Por suerte, a mano derecha una escalinata tallada en la misma roca que descendía hasta la playa. Y, más allá, estaba el mar.
Ayame descendió con cuidado y se quitó las sandalias antes de echar a andar sobre la arena, blanca como la nieve y cálida sin llegar al punto de quemarle las plantas de los pies. La muchacha suspiró cuando sintió la brisa revolviendo sus cabellos y el susurro de las olas en sus oídos y trató de aspirar el olor a salitre. Cualquiera podría haber pensado que aquella era una playa de ensueño, que nada tenía que envidiar a las playas del País del Remolino, pero para Ayame toda aquella perfección no era más que una sucia farsa que intentaba, una y otra vez, engañarla y engatusarla.
«Quiero volver a casa... No deseo otra cosa...» Volvió a pensar, con lágrimas en los ojos. ¿Pero qué pasaría si no lo conseguían? ¿Sabrían cuando sus cuerpos murieran en el mundo real? «Quizás es en ese momento cuando pierden la memoria.» Meditó, pensando en el tabernero del día anterior. Pero enseguida sacudió aquel pensamiento de su mente. Si fuera así, ni Arashihime ni Shiruuba recordarían nada de sus vidas pasadas.
Por lo que, lo único que les quedaba en aquel momento era esperar hasta la hora en la que Shiruuba descansara y salir por sus propios medios de aquel infierno.
—¿Creéis que habrá más islas como esta? —preguntó en voz alta, avanzando hasta que la espuma de las olas llegó a lamer sus pies—. ¿Qué pasaría si me pusiera a nadar en línea recta hacia el horizonte?