7/03/2018, 12:37
(Última modificación: 7/03/2018, 12:40 por Aotsuki Ayame.)
—Sería una buena manera de presionar a Shiruuba hasta que le explote la cabeza y no pueda generar más mundo, ¿eh? —rio Daruu junto a ella, y aquel comentario logró arrancarle una sonrisa—. O tal vez se las arreglaría para que encontrases de nuevo el otro extremo de la isla, como si esto fuera un semiplaneta.
—O tal vez nos ahogaríamos antes de descubrirlo... si es que es posible morir aquí —completó ella, meditativa.
«Y hablando de eso...» Miró de reojo a sus compañeros. Se le acababa de ocurrir un plan B para entrar en el supuesto Infierno, pero, nuevamente, se encontraba ante el dilema de no poder comunicarse con sus compañeros. Ayame terminó por chasquear la lengua, frustrada.
—Oye, sensei. Sé que desde que hicimos la obra de teatro en El Patito Pluvial todos tenemos un poco de ganas de dramatismo, pero ¿podrías dejar de plantarte a nuestras espaldas? Resulta escalofriante a veces.
Ayame no pudo evitar reírse por lo bajo, pero Kōri parpadeó varias veces, genuinamente sorprendido por el comentario de su alumno.
—¿A qué te refieres, Daruu-kun? —le preguntó.
Ayame inspiró por última vez el aroma del mar antes de separarse de la línea de costa y echó a andar playa adentro hasta situarse a la altura de su hermano mayor, que se había sentado sobre la arena, y ella tomó asiento junto a él.
—No paro de darle vueltas a las palabras del tabernero de ayer —comentó, de forma lenta y premeditada, midiendo cada una de sus palabras con exquisito cuidado—. Ese Infierno al que van los herejes y los que no creen en la palabra de la Diosa... Debieron de armar un buen escándalo para acabar con la clemencia de la Diosa y que esta terminara llevándoselos.
Los ojos de Kōri se cruzaron con los de Ayame, fría gelidez contra genuina inocencia. El Jōnin no respondió enseguida, sino que se mantuvo en un mudo silencio mientras la observaba como si la viera por primera vez. Pero Ayame pudo percibir que había entrecerrado ligeramente los párpados.
—Es probable —terminó por decir, igual de lento que ella—. Y si así fue, fueron realmente estúpidos. Qué locura enfrentarse de aquella manera a la Diosa.
A Ayame se le congeló el corazón en el pecho, y terminó por hundir la mirada en la arena.
—O tal vez nos ahogaríamos antes de descubrirlo... si es que es posible morir aquí —completó ella, meditativa.
«Y hablando de eso...» Miró de reojo a sus compañeros. Se le acababa de ocurrir un plan B para entrar en el supuesto Infierno, pero, nuevamente, se encontraba ante el dilema de no poder comunicarse con sus compañeros. Ayame terminó por chasquear la lengua, frustrada.
—Oye, sensei. Sé que desde que hicimos la obra de teatro en El Patito Pluvial todos tenemos un poco de ganas de dramatismo, pero ¿podrías dejar de plantarte a nuestras espaldas? Resulta escalofriante a veces.
Ayame no pudo evitar reírse por lo bajo, pero Kōri parpadeó varias veces, genuinamente sorprendido por el comentario de su alumno.
—¿A qué te refieres, Daruu-kun? —le preguntó.
Ayame inspiró por última vez el aroma del mar antes de separarse de la línea de costa y echó a andar playa adentro hasta situarse a la altura de su hermano mayor, que se había sentado sobre la arena, y ella tomó asiento junto a él.
—No paro de darle vueltas a las palabras del tabernero de ayer —comentó, de forma lenta y premeditada, midiendo cada una de sus palabras con exquisito cuidado—. Ese Infierno al que van los herejes y los que no creen en la palabra de la Diosa... Debieron de armar un buen escándalo para acabar con la clemencia de la Diosa y que esta terminara llevándoselos.
Los ojos de Kōri se cruzaron con los de Ayame, fría gelidez contra genuina inocencia. El Jōnin no respondió enseguida, sino que se mantuvo en un mudo silencio mientras la observaba como si la viera por primera vez. Pero Ayame pudo percibir que había entrecerrado ligeramente los párpados.
—Es probable —terminó por decir, igual de lento que ella—. Y si así fue, fueron realmente estúpidos. Qué locura enfrentarse de aquella manera a la Diosa.
A Ayame se le congeló el corazón en el pecho, y terminó por hundir la mirada en la arena.