12/03/2018, 13:36
(Última modificación: 12/03/2018, 14:07 por Aotsuki Ayame.)
Las horas pasaron de forma tortuosamente lentas, bajo el inexorable paso del tiempo que la diosa imponía con su capricho a aquel mundo artificial. Entre idas y venidas de las olas, los dos genin intercambiaron todo tipo de charlas banales mientras que Kōri se mantenía tan imperturbable como una estatua de mármol. Y sólo cuando el sol comenzó a ponerse por el horizonte, el trío se levantó para deshacer el camino andado de vuelta a la villa.
—A ver si jugando a esos juegos de mesa de los que nos habló ayer mientras nos tomábamos algo con ella nos despejamos un poco... —dijo Daruu, ya de nuevo sobre tierra firme, mientras se calzaba las botas—. ¿Creéis que los tendrá en casa, o simplemente esperará que aparezca mágicamente como esos bocadillos de mi mochila? —preguntó, refiriéndose al almuerzo que habían tomado en la orilla de la playa, al mediodía. Se suponía que Daruu llevaba la mochila completamente vacía, pero cuando el hambre había comenzado a acuciar, habían aparecido en ella varios sandwiches perfectamente cocinados—. Qué tétrico es todo esto...
Ayame, que también se estaba calzando, se encogió de hombros:
—Si no los tenía ya de antes, seguro que aparecerán en su casa como si nada —resolvió, completamente convencida.
Pocos minutos después llegaron a la casa de Arashihime, quien les recibió con la misma calidez del día anterior. Y, tal y como había ocurrido el día anterior, los cuatro se juntaron frente a la chimenea con sendas bebidas, aunque esta vez con un juego de mesa entre ellos cuyo propósito para ganar era atravesar varios ríos para llegar a la meta al mismo tiempo que se evitaban las trampas que ponían el resto de contrincantes para entorpecer su paso. Kōri movió su ficha, y Ayame tensó todo su cuerpo con expectación. Había preparado una trampa maestra, una trampa que ni siquiera su hermano podría evitar a tiempo...
Y justo cuando estaba a punto de posarla sobre el tablero, dejaron de sentir. Tal y como había ocurrido el día anterior, la chimenea dejó de dar calor, el sofá sobre el que estaba sentada dejó de resultar cómodo y ni siquiera le hizo falta probar el zumo que había estado desgustando para saber que ya no sabría como antes. Ayame se estremeció, sabiéndose incapaz de acostumbrarse a algo así.
—Es la hora —anunció Kōri, dejando la ficha de cualquier manera y levantándose al mismo tiempo que Arashihime.
«¡Agh! ¡Estaba a punto!» Maldijo Ayame, rascándose la nuca. Pero enseguida apartó aquel pensamiento de su mente. Estaba tan entretenida con el juego que por un instante había olvidado dónde estaban y en qué condiciones.
Salieron de la casa en grupo y Arashihime les condujo hacia el centro de la ciudad. Allí les señaló una casa que era idéntica al resto de sus gemelas, con la excepción de que tenía la puerta de metal y parecía estar cerrada a cal y canto. Sin embargo, no hizo falta ninguna llave para abrirla, y de alguna manera que Ayame no alcanzó a comprender, Arashihime deshizo de forma fácil el bloqueo para permitirles el paso.
Y si en algún momento había llegado a pensar que ya nada en ese mundo podría sorprenderla, francamente, se había equivocado estrepitosamente.
Cuando cruzaron el umbral de la puerta y esta volvió a cerrarse tras ellos se encontraron en un extraño vacío. No había muebles de ningún tipo, ni pasillos, ni otras habitaciones. Toda la casa era un enorme cubo vacío de suelo inmaculadamente blanco y paredes oscuras... aunque había una extraña sensación de profundidad detrás de ellas, como si el espacio siguiera ampliándose de forma inexplicable. Y, al otro lado de aquel extraño cubo con forma de casa, una inmensa barrera de color púrpura. Daruu se adelantó sin necesidad de que nadie se lo dijera, con el Byakugan activo en sus ojos perlados ahora fruncidos por la concentración. Parecía buscar algo que resultaba invisible para los demás, y justo cuando Ayame estaba a punto de preguntarle, asestó un golpe con la palma de su mano a un punto determinado. El chico rebotó y cayó al suelo de espaldas, pero la barrera se rompió como una lámina de cristal.
—¿Qué ha...? ¡Daruu-kun!
Ni siquiera tuvo tiempo de terminar la pregunta. El Hyūga se había reincorporado velozmente y había desaparecido con una pequeña brisa. Al fondo, una puerta se abrió y volvió a cerrarse con estrépito. Ayame y Kōri le siguieron a toda velocidad.
Y Ayame jadeó.
Habían salido de la casa, pero ya no estaban en medio de la ciudad. Se encontraban de pie sobre un puente de madera que llegaba hasta otra isla perdida en el océano. Pero aquella no era una isla normal. Tenía forma cuadrada y estaba completamente vacía, incluso el agua del mar estaba en calma a su alrededor y no había rastro alguno de olas. Lo único que conservaba de normal, si es que podía denominarse con ese adjetivo a algo de lo que les rodeaba, era la arena blanca del suelo.
Pero aquello no era lo peor. Ni de lejos.
Arashihime ya les había advertido sobre lo que iban a encontrar allí, pero ni con la descripción más explícita podrían haberse preparado para contemplar lo que estaba frente a sus ojos. Filas y filas de personas, de seres humanos, yacían arrodillados sobre la arena desnudos y cables clavados en sus brazos derechos. Cables que ascendían y se perdían en la inmensidad del cielo sin terminar por unirse a nada que alcanzara la vista. Pero ninguno de ellos pareció darse cuenta de la llegada de los shinobi. Todos ellos parecían ausentes y tenían la mirada clavada en algún punto inexistente del horizonte, algunos incluso, babeantes, con los ojos en blanco. Ayame cayó al suelo de rodillas, temblando con violencia.
—Shiruuba no está en ninguna parte —resolvió Daruu, lentamente, aunque su voz temblaba ligeramente—. Shiruuba está en todas partes. Veo su chakra alrededor de nosotros, impregnando toda la isla. Estos cables sólo la reparten al ambiente. Para matar al Genjutsu, hay que matar a Shiruuba. Pero Shiruuba es el propio Genjutsu. La frase está mal. La formulación está mal. Para matar a Shiruuba... hay que matar al Genjutsu.
Y antes de que nadie pudiera hacer ninguna pregunta, Daruu giró sobre sí mismo, kunai en mano. El esclavo gritó con terror y la sangre se desparramó desde su cuello. Y Ayame, horrorizada, se llevó las manos a la boca.
—¡NO! ¡DARUU, PARAAAAAAAAA! —aulló, con lágrimas en los ojos, intentando reincorporarse, pero Kōri la retuvo sujetándola por la cintura. Ella se revolvió con un grito, pero no terminó por licuar para escapar. Quizás por el terror que sentía en lo más profundo de su pecho y que le impedía actuar de verdad—. ¡Párale, Kōri! ¡PÁRALE! ¡POR FAVOR!
—Ayame, basta. Ellos... ya están muertos.
Pero ella seguía retorciéndose y gritando. En su cabeza no cabía otra cosa. No era capaz de entenderlo. ¿Por qué Daruu estaba actuando así? ¡Tenían que salvarlos! ¡Bastaba con cortar los cables! ¿Por qué era tan difícil de entender?
—¡¡Ya están muertos!! ¡¡Ya están muertos!! —gritaba Daruu, mientras su mano iba segando una a una las vidas de aquellas personas—. ¡¡Tenerlos así es una crueldad!! ¡¡SHIRUUBA!!
—¡NNNOOOOOOOOOOOOOOOOO! —El bramido de ira de Shiruuba opacó los gritos de Ayame, reverberando en todos y cada uno de los rincones de aquella pequeña isla—. ¡PARA!
La mujer se materializó en el aire tras la espalda de Daruu. Kōri soltó a Ayame y se lanzó a la carrera hacia la posición de su alumno. Pero vio como levantaba el brazo con la hoz en ristre, y el Jōnin se llevó la mano a la espalda. La mujer lanzó la kusarigama contra la espalda del genin, dispuesta a atravesarle de parte a parte, pero poco antes de llegar una sierra giratoria embistió el arma y la desvió de su trayectoria arrastrándola con el Fūma Shuriken. Y una pequeña nube de polvo se levantó cuando Kōri se situó frente a Daruu, con sus ojos de escarcha apuñalando a Shiruuba con la mirada.
Pero Ayame no se había movido de su posición, aún de rodillas en el puente temblando de forma incontrolable y las lágrimas desbordándose por sus mejillas.
Y entonces la escuchó.
Era de nuevo aquella voz femenina que parecía venir de todas partes y ninguna y que había escuchado en más de una ocasión.
Destellos rojos y blancos enturbiaban su vista, y Ayame se clavó los nudillos en la frente con un gemido de dolor.
—¿Quién...? ¡AGH!
Ayame se llevó una mano al pecho y se revolvió. Un torrente de energía la invadió, y con ello sus sentimientos sólo se vieron aún más intensificados y mezclados. Terror por la situación que les estaba tocando vivir. Odio por los humanos. Odio por Shiruuba y lo que estaba haciendo. Ansia de libertad. Impotencia por querer salvar a todas aquellas personas y no poder hacerlo. Tristeza por su deseo de volver a su vida normal. Rabia por estar cautiva...
Se abrazó los hombros, clavándose las uñas en el proceso.
Quería arrancarse el corazón para dejar de sentir.
Quería arrancarse los ojos para no tener que seguir presenciando aquella escena.
Quería arrancarse los oídos y dejar de escuchar los gritos de dolor y terror.
Quería morir y no seguir allí.
Y gritó. Gritó como nunca lo había hecho. Y su voz se entremezcló con el bramido de la bestia que dormía en su interior.
Kōri se volvió hacia ella. Y, por primera vez en la vida, Daruu vio que tenía los ojos desorbitados por el terror y varias gotas de sudor perlaban su frente.
—Ayame... No... Ahora no... —murmuró el Jōnin, humedeciéndose los labios resecos.
El aire borbotaba alrededor de la muchacha, como si se encontrara en plena ebullición. Formaba una especie de capa intangible de color blanco alrededor de su cuerpo, rodeándola, formando la silueta de una bestia y alargando cuatro cuernos sobre su cabeza y una suerte de cola tras su espalda. Su rostro, antes infantil y afable, ahora era una mueca de la más salvaje de las bestias. Sus iris habían mutado desde el castaño al aguamarina y sus párpados inferiores estaban empapados del color de la sangre. La muchacha jadeó, claramente dolorida. La piel de su mejilla estaba ahora recorrida por una mancha rojiza similar a una quemadura.
No había que ser ningún tipo de genio para saber qué era lo que estaba pasando con la muchacha. Había que detenerla antes de que fuera a más. Eso estaba claro. Pero aquella era la peor de las situaciones que podía darse en aquellas circunstancias. Él no dominaba el Fūinjutsu como lo hacía su padre. Y además...
Los ojos de Kōri se detuvieron momentáneamente en Shiruuba, observando su reacción.
—A ver si jugando a esos juegos de mesa de los que nos habló ayer mientras nos tomábamos algo con ella nos despejamos un poco... —dijo Daruu, ya de nuevo sobre tierra firme, mientras se calzaba las botas—. ¿Creéis que los tendrá en casa, o simplemente esperará que aparezca mágicamente como esos bocadillos de mi mochila? —preguntó, refiriéndose al almuerzo que habían tomado en la orilla de la playa, al mediodía. Se suponía que Daruu llevaba la mochila completamente vacía, pero cuando el hambre había comenzado a acuciar, habían aparecido en ella varios sandwiches perfectamente cocinados—. Qué tétrico es todo esto...
Ayame, que también se estaba calzando, se encogió de hombros:
—Si no los tenía ya de antes, seguro que aparecerán en su casa como si nada —resolvió, completamente convencida.
Pocos minutos después llegaron a la casa de Arashihime, quien les recibió con la misma calidez del día anterior. Y, tal y como había ocurrido el día anterior, los cuatro se juntaron frente a la chimenea con sendas bebidas, aunque esta vez con un juego de mesa entre ellos cuyo propósito para ganar era atravesar varios ríos para llegar a la meta al mismo tiempo que se evitaban las trampas que ponían el resto de contrincantes para entorpecer su paso. Kōri movió su ficha, y Ayame tensó todo su cuerpo con expectación. Había preparado una trampa maestra, una trampa que ni siquiera su hermano podría evitar a tiempo...
Y justo cuando estaba a punto de posarla sobre el tablero, dejaron de sentir. Tal y como había ocurrido el día anterior, la chimenea dejó de dar calor, el sofá sobre el que estaba sentada dejó de resultar cómodo y ni siquiera le hizo falta probar el zumo que había estado desgustando para saber que ya no sabría como antes. Ayame se estremeció, sabiéndose incapaz de acostumbrarse a algo así.
—Es la hora —anunció Kōri, dejando la ficha de cualquier manera y levantándose al mismo tiempo que Arashihime.
«¡Agh! ¡Estaba a punto!» Maldijo Ayame, rascándose la nuca. Pero enseguida apartó aquel pensamiento de su mente. Estaba tan entretenida con el juego que por un instante había olvidado dónde estaban y en qué condiciones.
Salieron de la casa en grupo y Arashihime les condujo hacia el centro de la ciudad. Allí les señaló una casa que era idéntica al resto de sus gemelas, con la excepción de que tenía la puerta de metal y parecía estar cerrada a cal y canto. Sin embargo, no hizo falta ninguna llave para abrirla, y de alguna manera que Ayame no alcanzó a comprender, Arashihime deshizo de forma fácil el bloqueo para permitirles el paso.
Y si en algún momento había llegado a pensar que ya nada en ese mundo podría sorprenderla, francamente, se había equivocado estrepitosamente.
Cuando cruzaron el umbral de la puerta y esta volvió a cerrarse tras ellos se encontraron en un extraño vacío. No había muebles de ningún tipo, ni pasillos, ni otras habitaciones. Toda la casa era un enorme cubo vacío de suelo inmaculadamente blanco y paredes oscuras... aunque había una extraña sensación de profundidad detrás de ellas, como si el espacio siguiera ampliándose de forma inexplicable. Y, al otro lado de aquel extraño cubo con forma de casa, una inmensa barrera de color púrpura. Daruu se adelantó sin necesidad de que nadie se lo dijera, con el Byakugan activo en sus ojos perlados ahora fruncidos por la concentración. Parecía buscar algo que resultaba invisible para los demás, y justo cuando Ayame estaba a punto de preguntarle, asestó un golpe con la palma de su mano a un punto determinado. El chico rebotó y cayó al suelo de espaldas, pero la barrera se rompió como una lámina de cristal.
—¿Qué ha...? ¡Daruu-kun!
Ni siquiera tuvo tiempo de terminar la pregunta. El Hyūga se había reincorporado velozmente y había desaparecido con una pequeña brisa. Al fondo, una puerta se abrió y volvió a cerrarse con estrépito. Ayame y Kōri le siguieron a toda velocidad.
Y Ayame jadeó.
Habían salido de la casa, pero ya no estaban en medio de la ciudad. Se encontraban de pie sobre un puente de madera que llegaba hasta otra isla perdida en el océano. Pero aquella no era una isla normal. Tenía forma cuadrada y estaba completamente vacía, incluso el agua del mar estaba en calma a su alrededor y no había rastro alguno de olas. Lo único que conservaba de normal, si es que podía denominarse con ese adjetivo a algo de lo que les rodeaba, era la arena blanca del suelo.
Pero aquello no era lo peor. Ni de lejos.
Arashihime ya les había advertido sobre lo que iban a encontrar allí, pero ni con la descripción más explícita podrían haberse preparado para contemplar lo que estaba frente a sus ojos. Filas y filas de personas, de seres humanos, yacían arrodillados sobre la arena desnudos y cables clavados en sus brazos derechos. Cables que ascendían y se perdían en la inmensidad del cielo sin terminar por unirse a nada que alcanzara la vista. Pero ninguno de ellos pareció darse cuenta de la llegada de los shinobi. Todos ellos parecían ausentes y tenían la mirada clavada en algún punto inexistente del horizonte, algunos incluso, babeantes, con los ojos en blanco. Ayame cayó al suelo de rodillas, temblando con violencia.
—Shiruuba no está en ninguna parte —resolvió Daruu, lentamente, aunque su voz temblaba ligeramente—. Shiruuba está en todas partes. Veo su chakra alrededor de nosotros, impregnando toda la isla. Estos cables sólo la reparten al ambiente. Para matar al Genjutsu, hay que matar a Shiruuba. Pero Shiruuba es el propio Genjutsu. La frase está mal. La formulación está mal. Para matar a Shiruuba... hay que matar al Genjutsu.
Y antes de que nadie pudiera hacer ninguna pregunta, Daruu giró sobre sí mismo, kunai en mano. El esclavo gritó con terror y la sangre se desparramó desde su cuello. Y Ayame, horrorizada, se llevó las manos a la boca.
—¡NO! ¡DARUU, PARAAAAAAAAA! —aulló, con lágrimas en los ojos, intentando reincorporarse, pero Kōri la retuvo sujetándola por la cintura. Ella se revolvió con un grito, pero no terminó por licuar para escapar. Quizás por el terror que sentía en lo más profundo de su pecho y que le impedía actuar de verdad—. ¡Párale, Kōri! ¡PÁRALE! ¡POR FAVOR!
—Ayame, basta. Ellos... ya están muertos.
Pero ella seguía retorciéndose y gritando. En su cabeza no cabía otra cosa. No era capaz de entenderlo. ¿Por qué Daruu estaba actuando así? ¡Tenían que salvarlos! ¡Bastaba con cortar los cables! ¿Por qué era tan difícil de entender?
—¡¡Ya están muertos!! ¡¡Ya están muertos!! —gritaba Daruu, mientras su mano iba segando una a una las vidas de aquellas personas—. ¡¡Tenerlos así es una crueldad!! ¡¡SHIRUUBA!!
—¡NNNOOOOOOOOOOOOOOOOO! —El bramido de ira de Shiruuba opacó los gritos de Ayame, reverberando en todos y cada uno de los rincones de aquella pequeña isla—. ¡PARA!
La mujer se materializó en el aire tras la espalda de Daruu. Kōri soltó a Ayame y se lanzó a la carrera hacia la posición de su alumno. Pero vio como levantaba el brazo con la hoz en ristre, y el Jōnin se llevó la mano a la espalda. La mujer lanzó la kusarigama contra la espalda del genin, dispuesta a atravesarle de parte a parte, pero poco antes de llegar una sierra giratoria embistió el arma y la desvió de su trayectoria arrastrándola con el Fūma Shuriken. Y una pequeña nube de polvo se levantó cuando Kōri se situó frente a Daruu, con sus ojos de escarcha apuñalando a Shiruuba con la mirada.
Pero Ayame no se había movido de su posición, aún de rodillas en el puente temblando de forma incontrolable y las lágrimas desbordándose por sus mejillas.
Y entonces la escuchó.
«Humanos.»
Era de nuevo aquella voz femenina que parecía venir de todas partes y ninguna y que había escuchado en más de una ocasión.
«Alimentados por vuestro propio ego.»
«Sois capaces de cometer las mayores de las crueldades.»
«Sois capaces de cometer las mayores de las crueldades.»
Destellos rojos y blancos enturbiaban su vista, y Ayame se clavó los nudillos en la frente con un gemido de dolor.
«Sois todos iguales.»
—¿Quién...? ¡AGH!
Ayame se llevó una mano al pecho y se revolvió. Un torrente de energía la invadió, y con ello sus sentimientos sólo se vieron aún más intensificados y mezclados. Terror por la situación que les estaba tocando vivir. Odio por los humanos. Odio por Shiruuba y lo que estaba haciendo. Ansia de libertad. Impotencia por querer salvar a todas aquellas personas y no poder hacerlo. Tristeza por su deseo de volver a su vida normal. Rabia por estar cautiva...
Se abrazó los hombros, clavándose las uñas en el proceso.
Quería arrancarse el corazón para dejar de sentir.
Quería arrancarse los ojos para no tener que seguir presenciando aquella escena.
Quería arrancarse los oídos y dejar de escuchar los gritos de dolor y terror.
Quería morir y no seguir allí.
Y gritó. Gritó como nunca lo había hecho. Y su voz se entremezcló con el bramido de la bestia que dormía en su interior.
Kōri se volvió hacia ella. Y, por primera vez en la vida, Daruu vio que tenía los ojos desorbitados por el terror y varias gotas de sudor perlaban su frente.
—Ayame... No... Ahora no... —murmuró el Jōnin, humedeciéndose los labios resecos.
El aire borbotaba alrededor de la muchacha, como si se encontrara en plena ebullición. Formaba una especie de capa intangible de color blanco alrededor de su cuerpo, rodeándola, formando la silueta de una bestia y alargando cuatro cuernos sobre su cabeza y una suerte de cola tras su espalda. Su rostro, antes infantil y afable, ahora era una mueca de la más salvaje de las bestias. Sus iris habían mutado desde el castaño al aguamarina y sus párpados inferiores estaban empapados del color de la sangre. La muchacha jadeó, claramente dolorida. La piel de su mejilla estaba ahora recorrida por una mancha rojiza similar a una quemadura.
No había que ser ningún tipo de genio para saber qué era lo que estaba pasando con la muchacha. Había que detenerla antes de que fuera a más. Eso estaba claro. Pero aquella era la peor de las situaciones que podía darse en aquellas circunstancias. Él no dominaba el Fūinjutsu como lo hacía su padre. Y además...
Los ojos de Kōri se detuvieron momentáneamente en Shiruuba, observando su reacción.