15/03/2018, 18:15
Pero nadie respondía a sus ruegos, y justo cuando comenzaba a pensar que se había vuelto loca, y que más loco había sido suponer que una bestia salvaje como era el Gobi podría hablar siquiera; aquella primigenia rabia que sentía se transformó en un profundo rencor...
Y la escuchó de nuevo.
«E... ¡era cierto!» Ahogó una exclamación, tiritando.
Un recuerdo lejano cruzó la mente de Ayame. El recuerdo de un cuento contado una noche lluviosa de varios años atrás. El recuerdo de un cuento... sobre ninjas y monstruos con colas. "¡Bien, monstruos malos fuera!", había gritado ella de niña al escucharlo. Y ahora sentía un profundo rencor en su pecho, y sentía odio por todos aquellos que habían osado manipularla y encerrarla.
«Pero eso no me pasó a mí. Le pasó al Gobi. ¿Entonces por qué siento...? ¿Es que siento los sentimientos del Gobi...?» Se preguntaba, aterrorizada de estar empatizando con el monstruo de aquella manera.
Pero lo estaba haciendo. Entendía lo que sentía... pero de ninguna manera podía llegar a aprobar que hiciera lo que hizo: llegar a reducir a polvo la ahora conocida como La Ciudad Fantasma, llevándose por delante miles y miles de vidas, muchas de las cuales pertenecientes siquiera a la vida shinobi.
Pero...
«Va... va a matarme...» Comprendió Ayame, entre sudores fríos y jadeos de terror.
Y, de repente, Ayame ya no estaba allí. No sabía cuándo ni por qué había ocurrido, pero después de todos los cambios espaciales que había sufrido en las últimas horas, no pudo siquiera sorprenderse.
Ya no era de noche, el cielo estaba pintado con los colores rosas y anaranjados del atardecer. Y, aunque seguía en un bosque, ahora estaba en un claro y no refugiada entre la arboleda. Pese a eso, el suelo estaba lleno de hojas caídas. Hojas de diferentes formas y colores, pero todas ellas compartiendo la tonalidad del otoño. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención, lo que de verdad la paralizó en el sitio con el corazón palpitando desbocado en su pecho, fue lo que tenía a apenas diez metros frente a ella. Ayame, con los ojos abiertos como platos, apenas fue capaz de dar un paso atrás, aunque lo que de verdad le gritaba su mente era que corriera. Que corriera todo lo rápido y lejos que le llevaran sus piernas. Y es que allí tras los gruesos barrotes de una descomunal jaula de madera se alzaba imponente una bestia blanca y cuadrúpeda, grande como uno de los rascacielos de Amegakure, que la miraba con sus ojos aguamarina con los párpados inferiores sombreados con el color de la sangre. Un monstruo que parecía combinar el cuerpo de un caballo y la cabeza de un cetáceo con cuatro imponentes cuernos sobre su frente. Tras su cuerpo, Ayame fue capaz de contar hasta cinco colas que ondeaban con rabia contenida.
Ayame, muda de terror como estaba, apenas fue capaz de exhalar un débil gimoteo.
Y el bosque otoñal que la rodeaba se deshizo entre hojas arrastradas por el viento. Volvió al mundo real otra vez, al bosque que rodeaba la casa de Shiruuba, y las últimas palabras del Gobi aún resonaban en los oídos de Ayame cuando sintió que la energía que la había estado llenando se apagaba de repente como quien sopla la llama de una vela. Y todo el poder se convirtió en debilidad, en hambre y en sed, y en dolor por las quemaduras que cubría su piel, y la enorme mochila que llevaba se hizo más pesada que nunca y tiró de su cuerpo hacia el suelo. A lo lejos escuchó una voz familiar que la llamaba y antes de que terminara en el suelo una sombra blanca la rodeó, sosteniéndola y arrancándole la mochila de los hombros para aliviar su carga.
—¡Ayame! ¿Estás bien?
Ayame entreabrió ligeramente los ojos al escuchar la voz de su hermano, inusualmente alarmada.
—K... Kōri... —balbuceó, y cuando miró más allá y vio a Daruu cerca se le agolparon las lágrimas en los ojos. Lágrimas de terror y de vergüenza. Y se aovilló como pudo para esconder el rostro en el hombro de Kōri con un sollozo—. ¡Lo siento...!
Y la escuchó de nuevo.
«¿Cómo no podría ser un monstruo? Todos los humanos lo son...»
«E... ¡era cierto!» Ahogó una exclamación, tiritando.
«¿Cómo se siente, señorita? Así es como me han tratado toda la vida. Despreciada. Manipulada. Utilizada. Y luego, cuando con derecho propio y justicia arraso sus ciudades y acabo con sus vidas y las de sus hijos... yo soy el monstruo.»
Un recuerdo lejano cruzó la mente de Ayame. El recuerdo de un cuento contado una noche lluviosa de varios años atrás. El recuerdo de un cuento... sobre ninjas y monstruos con colas. "¡Bien, monstruos malos fuera!", había gritado ella de niña al escucharlo. Y ahora sentía un profundo rencor en su pecho, y sentía odio por todos aquellos que habían osado manipularla y encerrarla.
«Pero eso no me pasó a mí. Le pasó al Gobi. ¿Entonces por qué siento...? ¿Es que siento los sentimientos del Gobi...?» Se preguntaba, aterrorizada de estar empatizando con el monstruo de aquella manera.
Pero lo estaba haciendo. Entendía lo que sentía... pero de ninguna manera podía llegar a aprobar que hiciera lo que hizo: llegar a reducir a polvo la ahora conocida como La Ciudad Fantasma, llevándose por delante miles y miles de vidas, muchas de las cuales pertenecientes siquiera a la vida shinobi.
Pero...
«¿Qué es lo que quiere que pare? Usted es una cárcel para retenerme. Para privarme de la libertad que como todo ser viviente me merezco por mero hecho de ser. ¿Cree que no me gustaría romper mis barrotes en añicos muy pequeños cueste lo que cueste?»
«Cuando flaquee, en cuanto baje la guardia, allí estaré para escurrirme entre los hierros y para abrir el jarrón de carne y hueso que me oprime. No lo dude ni un segundo. Como comprenderá, tengo todo mi derecho de luchar por mí.»
«Cuando flaquee, en cuanto baje la guardia, allí estaré para escurrirme entre los hierros y para abrir el jarrón de carne y hueso que me oprime. No lo dude ni un segundo. Como comprenderá, tengo todo mi derecho de luchar por mí.»
«Va... va a matarme...» Comprendió Ayame, entre sudores fríos y jadeos de terror.
«Es usted muy bondadosa para ser una humana, pero sé que es sólo una apariencia. Flaqueará. Crecerá. Cometerá una crueldad. Y luego otra. Y otra... Y si no lo hace usted, ya se ocupará alguien de su aldea... Volveréis a utilizarme como un arma.»
«Y si crees que ese Pacto ya roto en mil pedazos lo va a detener...»
«...tiempo al tiempo.»
«Y si crees que ese Pacto ya roto en mil pedazos lo va a detener...»
«...tiempo al tiempo.»
Y, de repente, Ayame ya no estaba allí. No sabía cuándo ni por qué había ocurrido, pero después de todos los cambios espaciales que había sufrido en las últimas horas, no pudo siquiera sorprenderse.
Ya no era de noche, el cielo estaba pintado con los colores rosas y anaranjados del atardecer. Y, aunque seguía en un bosque, ahora estaba en un claro y no refugiada entre la arboleda. Pese a eso, el suelo estaba lleno de hojas caídas. Hojas de diferentes formas y colores, pero todas ellas compartiendo la tonalidad del otoño. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención, lo que de verdad la paralizó en el sitio con el corazón palpitando desbocado en su pecho, fue lo que tenía a apenas diez metros frente a ella. Ayame, con los ojos abiertos como platos, apenas fue capaz de dar un paso atrás, aunque lo que de verdad le gritaba su mente era que corriera. Que corriera todo lo rápido y lejos que le llevaran sus piernas. Y es que allí tras los gruesos barrotes de una descomunal jaula de madera se alzaba imponente una bestia blanca y cuadrúpeda, grande como uno de los rascacielos de Amegakure, que la miraba con sus ojos aguamarina con los párpados inferiores sombreados con el color de la sangre. Un monstruo que parecía combinar el cuerpo de un caballo y la cabeza de un cetáceo con cuatro imponentes cuernos sobre su frente. Tras su cuerpo, Ayame fue capaz de contar hasta cinco colas que ondeaban con rabia contenida.
«Yo sé su nombre, señorita. Pero yo no me llamo "Gobi". Llamarme Cinco Colas es sólo una forma más de tratarme como un simple objeto.»
Ayame, muda de terror como estaba, apenas fue capaz de exhalar un débil gimoteo.
«Adiós. Volveremos a vernos, no hay duda...»
Y el bosque otoñal que la rodeaba se deshizo entre hojas arrastradas por el viento. Volvió al mundo real otra vez, al bosque que rodeaba la casa de Shiruuba, y las últimas palabras del Gobi aún resonaban en los oídos de Ayame cuando sintió que la energía que la había estado llenando se apagaba de repente como quien sopla la llama de una vela. Y todo el poder se convirtió en debilidad, en hambre y en sed, y en dolor por las quemaduras que cubría su piel, y la enorme mochila que llevaba se hizo más pesada que nunca y tiró de su cuerpo hacia el suelo. A lo lejos escuchó una voz familiar que la llamaba y antes de que terminara en el suelo una sombra blanca la rodeó, sosteniéndola y arrancándole la mochila de los hombros para aliviar su carga.
—¡Ayame! ¿Estás bien?
Ayame entreabrió ligeramente los ojos al escuchar la voz de su hermano, inusualmente alarmada.
—K... Kōri... —balbuceó, y cuando miró más allá y vio a Daruu cerca se le agolparon las lágrimas en los ojos. Lágrimas de terror y de vergüenza. Y se aovilló como pudo para esconder el rostro en el hombro de Kōri con un sollozo—. ¡Lo siento...!