26/04/2018, 02:54
Si la historia de Oonindo podía ser lo suficientemente precisa en algún aspecto de la vida ninja, o si en algo podía estar seguro aquel que se supiera conocedor de los entresijos de uno de los clanes más emblemáticos como el de aquel par de genin, es que nunca; ¡y óyeme bien! nunca debes hacer frente a dos Uchiha. A uno quizás, pero a dos...
El Centinela lo iba a aprender por las malas. Porque, muy a su pesar, estaba a merced de otros como muchos habían estado a merced de él. Podría llamarlo karma, o simplemente una jugada magistral por parte de Soroku. Porque no podía haber nadie detrás de ellos dos que él. Después de todo, una marca reconoce a la otra fácilmente.
Arden juntas cuando se ven.
El silencio gobernaba el callejón de las ánimas, que alejado del tumulto de la zona sur; yacía prácticamente inhabitada. Gran parte de la milicia, y probablemente otros tantos cúmulos de matones afines a Toeru se encontraba custodiando algún extremo de Tanzaku en busca de la cobra —que ahora no lucía como una— y del noble que una vez le acompañó durante su paso por el Molino Rojo.
El Centinela aguardaba con la entereza de un ávido guerrero, que muy a pesar de saberse en camino al purgatorio, no se había amedrantado ante la posibilidad de perder la vida. De hecho, no podía sentirse mejor aún y cuando tenía un sello de alto calibre acariciándole el pecho. Otro estaría agobiado por el miedo fortuito a la muerte. Él, no.
Y es que la hubo enfrentado tantas veces que le habrá perdido el temor en el camino. Una navaja de doble filo esa, pensarían algunos, porque a veces el temor era lo único que te mantenía con vida. El centinela, sin embargo, era un hombre que a los ojos de aquel par de Uchiha, esperaría con gusto recibir el golpe final.
Porque así de fuertes eran sus ideales, que aún si su alma hubiera dejado su cuerpo, sus principios seguirían más vivos que nunca. Su fuego nunca se apagaría.
Tardó un buen. Una hora, o dos. Pero finalmente, el encuentro fortuito —el tan ansiado grial que saldaría de una vez por todas la pesada deuda contraída para con los Señores del Hierro— dio lugar, allá en el lúgubre callejón. Dos almas asustadizas cruzaron el umbral de la avenida y se acercaron de puntillas, como si caminasen por un montón de lava. Entonces, lo vieron.
No lucía tan pulcro como una vez lo definió Soroku, allá en los Herreros. Pero aquella enorme nariz y, la quijada excesivamente cuadrada y ataviado con prendas costosas. Su pelo, engominado hasta la raíz, peinado hacia atrás. Lucía mundano. Llevaba un par de maletines en ambas manos.
Ese era Kojuro Shinzo.
—Terminemos ésto de una buena vez —dijo, como si fuera a desenfundar un arma en cualquier momento aún y cuando llevaba sólo su moral, y nada más.
El Centinela lo iba a aprender por las malas. Porque, muy a su pesar, estaba a merced de otros como muchos habían estado a merced de él. Podría llamarlo karma, o simplemente una jugada magistral por parte de Soroku. Porque no podía haber nadie detrás de ellos dos que él. Después de todo, una marca reconoce a la otra fácilmente.
Arden juntas cuando se ven.
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El silencio gobernaba el callejón de las ánimas, que alejado del tumulto de la zona sur; yacía prácticamente inhabitada. Gran parte de la milicia, y probablemente otros tantos cúmulos de matones afines a Toeru se encontraba custodiando algún extremo de Tanzaku en busca de la cobra —que ahora no lucía como una— y del noble que una vez le acompañó durante su paso por el Molino Rojo.
El Centinela aguardaba con la entereza de un ávido guerrero, que muy a pesar de saberse en camino al purgatorio, no se había amedrantado ante la posibilidad de perder la vida. De hecho, no podía sentirse mejor aún y cuando tenía un sello de alto calibre acariciándole el pecho. Otro estaría agobiado por el miedo fortuito a la muerte. Él, no.
Y es que la hubo enfrentado tantas veces que le habrá perdido el temor en el camino. Una navaja de doble filo esa, pensarían algunos, porque a veces el temor era lo único que te mantenía con vida. El centinela, sin embargo, era un hombre que a los ojos de aquel par de Uchiha, esperaría con gusto recibir el golpe final.
Porque así de fuertes eran sus ideales, que aún si su alma hubiera dejado su cuerpo, sus principios seguirían más vivos que nunca. Su fuego nunca se apagaría.
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Tardó un buen. Una hora, o dos. Pero finalmente, el encuentro fortuito —el tan ansiado grial que saldaría de una vez por todas la pesada deuda contraída para con los Señores del Hierro— dio lugar, allá en el lúgubre callejón. Dos almas asustadizas cruzaron el umbral de la avenida y se acercaron de puntillas, como si caminasen por un montón de lava. Entonces, lo vieron.
No lucía tan pulcro como una vez lo definió Soroku, allá en los Herreros. Pero aquella enorme nariz y, la quijada excesivamente cuadrada y ataviado con prendas costosas. Su pelo, engominado hasta la raíz, peinado hacia atrás. Lucía mundano. Llevaba un par de maletines en ambas manos.
Ese era Kojuro Shinzo.
—Terminemos ésto de una buena vez —dijo, como si fuera a desenfundar un arma en cualquier momento aún y cuando llevaba sólo su moral, y nada más.