17/05/2018, 12:51
—¿Doro-san? —preguntó Eri cuando entró en la vivienda, siempre acompañada de Nabi y de su inseparable Stuffy—. ¿Doro-san, está usted ahí dentro?
Pero no recibió más que el más profundo de los silencios por respuesta.
En aquella ocasión fue su compañero el que tomó la delantera. Tras indicarle a su perro que se quedara en el piso de abajo, el Inuzuka subió las escaleras de dos en dos. Pero tal era su prisa que quiso la mala suerte que sus pies se enredaran y tropezando y cayendo de bruces contra los escalones...
Arriba del todo sólo había una habitación y un baño pequeño con un retrete, una ducha y un lavabo. Al igual que habían visto en el piso de abajo, se trataba de una sala más bien vacía, y si no fuera por la desvencijada cama de madera cubierta por sábanas prácticamente harapientas y deshilachadas y el armario, ni siquiera podría haberse llamado habitación. Contra la ventana más cercana, sin cortinas y por la que se podía ver con claridad la nocturnidad de la ciudad, había un escritorio en muy pobres condiciones, prácticamente carcomido por termitas, y, si se acercaban a él, podrían ver que había pergamino doblado un par de veces por la mitad. Junto a aquella, un pequeño reloj de pared rompía la monotonía del silencio con su constante y lastimero ticktack. Por último, en la pared opuesta, se alzaba a duras penas un perchero de pie sobre el que se había colgado un uniforme de guardia junto a una capa roja a la que parecía faltarle un trozo en una de sus esquinas.
Pero no recibió más que el más profundo de los silencios por respuesta.
En aquella ocasión fue su compañero el que tomó la delantera. Tras indicarle a su perro que se quedara en el piso de abajo, el Inuzuka subió las escaleras de dos en dos. Pero tal era su prisa que quiso la mala suerte que sus pies se enredaran y tropezando y cayendo de bruces contra los escalones...
Arriba del todo sólo había una habitación y un baño pequeño con un retrete, una ducha y un lavabo. Al igual que habían visto en el piso de abajo, se trataba de una sala más bien vacía, y si no fuera por la desvencijada cama de madera cubierta por sábanas prácticamente harapientas y deshilachadas y el armario, ni siquiera podría haberse llamado habitación. Contra la ventana más cercana, sin cortinas y por la que se podía ver con claridad la nocturnidad de la ciudad, había un escritorio en muy pobres condiciones, prácticamente carcomido por termitas, y, si se acercaban a él, podrían ver que había pergamino doblado un par de veces por la mitad. Junto a aquella, un pequeño reloj de pared rompía la monotonía del silencio con su constante y lastimero ticktack. Por último, en la pared opuesta, se alzaba a duras penas un perchero de pie sobre el que se había colgado un uniforme de guardia junto a una capa roja a la que parecía faltarle un trozo en una de sus esquinas.