3/09/2015, 11:03
Ayame había salido pronto de casa, abrigada de la perpetua tormenta con un paraguas que sostenía por encima de su cabeza. Si fuera por ella ni siquiera lo llevaría. Le encantaba sentir el agua acariciando su rostro. Pero sabía que su padre no era de la misma opinión, y si se le ocurría llegar empapada a casa podía tener por seguro que le esperaba una buena regañina.
Chop. Chop. Chop.
Sus pies chapoteaban al pisar los encharcados suelos de Amegakure, pero apenas prestaba atención al sonido. Hacía girar distraídamente el paraguas por encima de su cabeza, mientras su mirada se perdía en las múltiples líneas que separaban los múltiples adoquines que formaban las calles. Se llevó la mano libre al pecho. No conseguía olvidar el encontronazo con los bandidos que había sufrido el día anterior, y su corazón latía de manera desenfrenada cada vez que lo rememoraba.
Necesitaba algo de relajación. Y sólo había un lugar en aquella aldea que podía otorgársela.
Sus pies la hicieron huir del asfalto, el cemento y los rascacielos; y la condujeron de manera automática a la orilla del Gran Lago de la Villa Oculta de la Lluvia.
Las aguas estaban tan calmadas como siempre, y Ayame volvió a maravillarse cuando deslizó la mirada de un lado hacia otro. Mirara donde mirase, sólo veía agua. Agua que se extendía hacia el horizonte a su derecha y a su izquierda. Agua que abrazaba por completo la aldea. Para un ser de agua como ella, aquel era un auténtico paraíso fuera del gris de la lúgubre Amegakure. Era su pequeño rincón personal. Sólo había algo que rompía la continuidad del dominio del agua, y eso eran las múltiples plataformas que salpicaban su superficie como si de un archipiélago en miniatura se tratara. Y si se pensaba que nadie podría molestarla en aquel lugar, pronto se daría cuenta de lo equivocada que estaba.
Le había visto antes. Sólo una vez. Durante el examen de genin. Pero el impacto que sintió entonces se replicó de nuevo como un martillazo.
«El chico-tiburón» Se estremeció. Y es que no había otra manera de describirlo. Su piel era de un anómalo color azulado, como si su sangre estuviese contaminada y no pudiera repartir el oxígeno por su cuerpo, así como sus cabellos, que caían tras su espalda como una catarata.
Ella no era una persona que juzgara a las personas por su aspecto. Nunca lo había hecho. Pero aquel chico había irrumpido en el examen con una seguridad aplastante, la seguridad de que él era un auténtico depredador y los demás aspirantes a genin, sus presas. Aquella seguridad la había deslumbrado, pero cuando mostró aquella hilera de dientes afilados que constituía su mandíbula, Ayame supo que aquel chico era peligroso. Que era un depredador.
Y, sin embargo, allí estaba él. Devorando unas galletas tranquilamente mientras contemplaba la inmensidad del lago como si lo añorara.
«Tengo que irme antes de que me vea» Ayame tragó saliva y se dio media vuelta, dispuesta a abandonar rápidamente el lugar.
Buscaba la calma, y se había topado con unas terribles fauces de escualo.
Chop. Chop. Chop.
Sus pies chapoteaban al pisar los encharcados suelos de Amegakure, pero apenas prestaba atención al sonido. Hacía girar distraídamente el paraguas por encima de su cabeza, mientras su mirada se perdía en las múltiples líneas que separaban los múltiples adoquines que formaban las calles. Se llevó la mano libre al pecho. No conseguía olvidar el encontronazo con los bandidos que había sufrido el día anterior, y su corazón latía de manera desenfrenada cada vez que lo rememoraba.
Necesitaba algo de relajación. Y sólo había un lugar en aquella aldea que podía otorgársela.
Sus pies la hicieron huir del asfalto, el cemento y los rascacielos; y la condujeron de manera automática a la orilla del Gran Lago de la Villa Oculta de la Lluvia.
Las aguas estaban tan calmadas como siempre, y Ayame volvió a maravillarse cuando deslizó la mirada de un lado hacia otro. Mirara donde mirase, sólo veía agua. Agua que se extendía hacia el horizonte a su derecha y a su izquierda. Agua que abrazaba por completo la aldea. Para un ser de agua como ella, aquel era un auténtico paraíso fuera del gris de la lúgubre Amegakure. Era su pequeño rincón personal. Sólo había algo que rompía la continuidad del dominio del agua, y eso eran las múltiples plataformas que salpicaban su superficie como si de un archipiélago en miniatura se tratara. Y si se pensaba que nadie podría molestarla en aquel lugar, pronto se daría cuenta de lo equivocada que estaba.
Le había visto antes. Sólo una vez. Durante el examen de genin. Pero el impacto que sintió entonces se replicó de nuevo como un martillazo.
«El chico-tiburón» Se estremeció. Y es que no había otra manera de describirlo. Su piel era de un anómalo color azulado, como si su sangre estuviese contaminada y no pudiera repartir el oxígeno por su cuerpo, así como sus cabellos, que caían tras su espalda como una catarata.
Ella no era una persona que juzgara a las personas por su aspecto. Nunca lo había hecho. Pero aquel chico había irrumpido en el examen con una seguridad aplastante, la seguridad de que él era un auténtico depredador y los demás aspirantes a genin, sus presas. Aquella seguridad la había deslumbrado, pero cuando mostró aquella hilera de dientes afilados que constituía su mandíbula, Ayame supo que aquel chico era peligroso. Que era un depredador.
Y, sin embargo, allí estaba él. Devorando unas galletas tranquilamente mientras contemplaba la inmensidad del lago como si lo añorara.
«Tengo que irme antes de que me vea» Ayame tragó saliva y se dio media vuelta, dispuesta a abandonar rápidamente el lugar.
Buscaba la calma, y se había topado con unas terribles fauces de escualo.