6/09/2015, 00:23
Una voz femenina se alzó repentinamente, y Ayame se encogió sobre sí misma con un gritito de terror. Sin embargo, pronto relajó los músculos al comprender que ningún peligro la estaba amenazando por el momento.
Al menos por el momento.
—Ho... hola... —murmuró, con un deje dubitativo en su voz y una sonrisa nerviosa en sus labios. La que la había saludado de aquella manera tan exultante era una vivaracha mujer bajita de cabellos del color de la sangre que llevaba colgado del brazo una simple cesta de mimbre. No recordaba su nombre, y de hecho le sorprendía que ella sí lo hiciera cuando apenas le sonaba siquiera su cara.
«Creo que papá habló el otro día con ella. Fue en... ¿aquella tienda de hierbas medicinales?»
En cualquier otro momento no le habría importado siquiera la interrupción, habría respondido de buen grado a su saludo. Pero aquella mujer no sólo había bloqueado su salida de aquel lugar, sino que con su bramido debía haber llamado la atención de todo aquel que se encontrara como mínimo a un kilómetro a la redonda.
Y Ayame lo supo en cuanto la mujer siguió su camino y una afilada voz tras su espalda la paralizó de terror. Se giró a tiempo de ver aquella sonrisa surcada de dientes como navajas que tanto la había turbado la primera vez que la vio. Tal y como suponía, el chico-tiburón se había dado cuenta de su presencia gracias a la magistral intervención de la mujer y ahora no tenía modo de escapar de la situación sin resultar descortés.
«Maldita sea mi suerte...» En un gesto inconsciente, Ayame se llevó una mano a la frente, ajustando la bandana que mantenía firmemente atada a esta. Estaba teniendo que hacer de tripas corazón para mantenerse serena y no mostrar el miedo que de verdad sentía, pero el temblor de sus manos y sus huidizos ojos la delataban.
Torció ligeramente el gesto cuando se refirió a ella como "la chica más tímida de la graduación", pero no se le ocurrió nada que responder que fuera lo suficientemente inteligente como para desmentir tal afirmación, por lo que decidió tragarse sus propias palabras.
Pero él seguía acercándose a ella con lentitud, y Ayame sólo era capaz de ver ante sí una afilada aleta dorsal asomando por encima del agua antes del letal ataque que debía producirse en cualquier momento. Tal era su temor que habría ejecutado su técnica de la hidratación sin pensar si se le hubiese ocurrido tocarla. Pero no fue así. Le había extendido una mano, y se estaba presentando con cordialidad.
Con toda la cordialidad que un escualo podía esgrimir.
Ayame dudó durante algunos segundos. Miraba de manera alternativa la mano que le ofrecía y su rostro, queriendo ver más allá de aquella espeluznante sonrisa y esos ojillos de pez. Tenía miedo de que le estuviera tendiendo una trampa, tenía miedo de que algo pudiera pasar si se dejaba agarrar por él... Pero finalmente terminó por estrecharle la mano. No fue un apretón firme y enérgico que se suele dar cuando te alegras de conocer a otra persona. El gesto de Ayame fue más la caricia ligera y sutil, rápida, que se le da a una bestia antes de que te dé una dentellada que te pueda arrancar el brazo.
—Encantada... Yo soy Ayame.
Al menos por el momento.
—Ho... hola... —murmuró, con un deje dubitativo en su voz y una sonrisa nerviosa en sus labios. La que la había saludado de aquella manera tan exultante era una vivaracha mujer bajita de cabellos del color de la sangre que llevaba colgado del brazo una simple cesta de mimbre. No recordaba su nombre, y de hecho le sorprendía que ella sí lo hiciera cuando apenas le sonaba siquiera su cara.
«Creo que papá habló el otro día con ella. Fue en... ¿aquella tienda de hierbas medicinales?»
En cualquier otro momento no le habría importado siquiera la interrupción, habría respondido de buen grado a su saludo. Pero aquella mujer no sólo había bloqueado su salida de aquel lugar, sino que con su bramido debía haber llamado la atención de todo aquel que se encontrara como mínimo a un kilómetro a la redonda.
Y Ayame lo supo en cuanto la mujer siguió su camino y una afilada voz tras su espalda la paralizó de terror. Se giró a tiempo de ver aquella sonrisa surcada de dientes como navajas que tanto la había turbado la primera vez que la vio. Tal y como suponía, el chico-tiburón se había dado cuenta de su presencia gracias a la magistral intervención de la mujer y ahora no tenía modo de escapar de la situación sin resultar descortés.
«Maldita sea mi suerte...» En un gesto inconsciente, Ayame se llevó una mano a la frente, ajustando la bandana que mantenía firmemente atada a esta. Estaba teniendo que hacer de tripas corazón para mantenerse serena y no mostrar el miedo que de verdad sentía, pero el temblor de sus manos y sus huidizos ojos la delataban.
Torció ligeramente el gesto cuando se refirió a ella como "la chica más tímida de la graduación", pero no se le ocurrió nada que responder que fuera lo suficientemente inteligente como para desmentir tal afirmación, por lo que decidió tragarse sus propias palabras.
Pero él seguía acercándose a ella con lentitud, y Ayame sólo era capaz de ver ante sí una afilada aleta dorsal asomando por encima del agua antes del letal ataque que debía producirse en cualquier momento. Tal era su temor que habría ejecutado su técnica de la hidratación sin pensar si se le hubiese ocurrido tocarla. Pero no fue así. Le había extendido una mano, y se estaba presentando con cordialidad.
Con toda la cordialidad que un escualo podía esgrimir.
Ayame dudó durante algunos segundos. Miraba de manera alternativa la mano que le ofrecía y su rostro, queriendo ver más allá de aquella espeluznante sonrisa y esos ojillos de pez. Tenía miedo de que le estuviera tendiendo una trampa, tenía miedo de que algo pudiera pasar si se dejaba agarrar por él... Pero finalmente terminó por estrecharle la mano. No fue un apretón firme y enérgico que se suele dar cuando te alegras de conocer a otra persona. El gesto de Ayame fue más la caricia ligera y sutil, rápida, que se le da a una bestia antes de que te dé una dentellada que te pueda arrancar el brazo.
—Encantada... Yo soy Ayame.