14/06/2018, 13:24
—Doro-san... —murmuró la pelirroja, con tono cansado, al tiempo que volvía a acercarse al hombre. Y antes de que siguiera hablando, Doro supo bien lo que iba a decirle—. Lo siento mucho, personalmente, debe ser realmente duro. Pero no deja de ser nuestro trabajo llevarte con Tsuwamono-san, si te dejamos escapar con el dinero, lo que estará en juego será nuestro modo de vida. Si aceptamos tu dinero, ¿qué haremos cuando se nos acabe? No, ¿y el honor? Quizás deberías replantearte buscar otro lugar donde vivir, hay más trabajos, pero ahora mismo tenemos que ir con Tono, lo siento, quieras o no.
El guardia apretó los puños. La voz y las palabras de la muchacha pretendían sonar reconciliadoras, amables, pero aquella no dejaba de ser la lástima de la condena a la que le estaban subyugando. Volvió sus ojos hacia el otro chico, buscando su compasión...
—Mire, señor Doro, no me importa nada lo que me cuenta —replicó él, sin embargo—. No soy banquero ni psicólogo ni siquiera voluntario para ir a ayudar a los pobres. Somos shinobis, usted ha cometido un crimen y tendrá que responder por ello. Puede hacerlo por las buenas o por las malas. Mi compañera le tratara bien, es un cacho de pan, pero mi perro es más de morder primero y preguntar después.
Ya estaba. Con aquello se acababa todo.
Doro hundió los hombros, profundamente abatido. Pero entonces reparó en lo cerca que estaba Eri de él. En un último acto de desesperación, Doro se revolvió, tomó a la muchacha rodeando su cintura y sus brazos y con su mano libre apoyó una desgastada navaja que había sacado de uno de los bolsillos de su chaqueta contra su cuello.
—¡No me habéis dejado alternativa! —chilló, con los ojos anegados de lágrimas—. Ahora... que nadie se mueva. Un sólo movimiento sospechoso... y la chica lo pagará con su vida. Y tú —añadió, dirigiéndose a Eri directamente—. Dame la bolsa con el dinero.
El guardia apretó los puños. La voz y las palabras de la muchacha pretendían sonar reconciliadoras, amables, pero aquella no dejaba de ser la lástima de la condena a la que le estaban subyugando. Volvió sus ojos hacia el otro chico, buscando su compasión...
—Mire, señor Doro, no me importa nada lo que me cuenta —replicó él, sin embargo—. No soy banquero ni psicólogo ni siquiera voluntario para ir a ayudar a los pobres. Somos shinobis, usted ha cometido un crimen y tendrá que responder por ello. Puede hacerlo por las buenas o por las malas. Mi compañera le tratara bien, es un cacho de pan, pero mi perro es más de morder primero y preguntar después.
Ya estaba. Con aquello se acababa todo.
Doro hundió los hombros, profundamente abatido. Pero entonces reparó en lo cerca que estaba Eri de él. En un último acto de desesperación, Doro se revolvió, tomó a la muchacha rodeando su cintura y sus brazos y con su mano libre apoyó una desgastada navaja que había sacado de uno de los bolsillos de su chaqueta contra su cuello.
—¡No me habéis dejado alternativa! —chilló, con los ojos anegados de lágrimas—. Ahora... que nadie se mueva. Un sólo movimiento sospechoso... y la chica lo pagará con su vida. Y tú —añadió, dirigiéndose a Eri directamente—. Dame la bolsa con el dinero.