20/06/2018, 13:36
La fecha del examen se acercaba.
Podía sentirlo en su pecho, oprimiendo su corazón; podía sentirlo en sus sueños atormentándola cada noche; podía sentirlo en el miedo que la atenazaba cada mañana... podía sentirlo hasta en la brisa que revolvía cada día sus cabellos y en el susurro de las olas que danzaban debajo de ella.
La Administración de Amegakure había dispuesto un barco para los aspirantes que se presentaban al tan importante examen de Chūnin, sus acompañantes y al séquito de protección formado por Hōzuki Shanise, la mano derecha de la Arashikage, y un escuadrón de ninjas de alto rango.
Había sido un viaje largo. Tortuosamente largo. Y aunque al principio la emoción de la novedad la había embargado y se distraída fácilmente perdiendo la mirada en el mar y el cielo y buscando con ahínco los delfines y las gaviotas que se esforzaban por seguir la estela del viaje, al final la monotonía terminó por hacer su efecto y, lo que en un principio la había maravillado, ahora sólo conseguía aburrirla. Y el aburrimiento dio paso al nerviosismo. Y el nerviosismo al miedo. Y aunque al menos no estaba encerrada dentro de un carro y podía salir a estirar las piernas y pasear libremente por la cubierta de la embarcación, no mejoraba la sensación de ansiedad que se había alojado en su pecho y que no la dejaba escapar.
Ayame, que había abandonado a su padre y a su hermano en la seguridad de su camarote para tomar un poco de aire fresco, apoyó todo el peso de su cuerpo contra la barandilla de seguridad y dejó escapar un prolongado suspiro. En cuanto habían dejado atrás el País de la Tormenta, la protección de Amenokami había dejado de caer sobre ellos. Durante la mayor parte del viaje habían gozado de un cielo completamente despejado y el asfixiante calor del verano del País del Viento no tardó en caer sobre ellos a plomo, pero ahora que se aproximaban al País de los Remolinos, y que la costa comenzaba a perfilarse en el horizonte, el mar parecía haberse embravecido ante la llegada de los intrusos y ahora mostraba toda su furia en forma de violentos vaivenes y remolinos que tuvieron que esquivar.
—Ya no falta nada... —murmuró para sí misma, con el puño cerrado sobre su ansioso pecho. Había recorrido un largo camino hasta allí (y no pensaba precisamente en el viaje) por lo que ya no había vuelta atrás. Estaba dispuesta a afrontar las pruebas que le pusieran delante, subir un escalón más...
Y después...
Podía sentirlo en su pecho, oprimiendo su corazón; podía sentirlo en sus sueños atormentándola cada noche; podía sentirlo en el miedo que la atenazaba cada mañana... podía sentirlo hasta en la brisa que revolvía cada día sus cabellos y en el susurro de las olas que danzaban debajo de ella.
La Administración de Amegakure había dispuesto un barco para los aspirantes que se presentaban al tan importante examen de Chūnin, sus acompañantes y al séquito de protección formado por Hōzuki Shanise, la mano derecha de la Arashikage, y un escuadrón de ninjas de alto rango.
Había sido un viaje largo. Tortuosamente largo. Y aunque al principio la emoción de la novedad la había embargado y se distraída fácilmente perdiendo la mirada en el mar y el cielo y buscando con ahínco los delfines y las gaviotas que se esforzaban por seguir la estela del viaje, al final la monotonía terminó por hacer su efecto y, lo que en un principio la había maravillado, ahora sólo conseguía aburrirla. Y el aburrimiento dio paso al nerviosismo. Y el nerviosismo al miedo. Y aunque al menos no estaba encerrada dentro de un carro y podía salir a estirar las piernas y pasear libremente por la cubierta de la embarcación, no mejoraba la sensación de ansiedad que se había alojado en su pecho y que no la dejaba escapar.
Ayame, que había abandonado a su padre y a su hermano en la seguridad de su camarote para tomar un poco de aire fresco, apoyó todo el peso de su cuerpo contra la barandilla de seguridad y dejó escapar un prolongado suspiro. En cuanto habían dejado atrás el País de la Tormenta, la protección de Amenokami había dejado de caer sobre ellos. Durante la mayor parte del viaje habían gozado de un cielo completamente despejado y el asfixiante calor del verano del País del Viento no tardó en caer sobre ellos a plomo, pero ahora que se aproximaban al País de los Remolinos, y que la costa comenzaba a perfilarse en el horizonte, el mar parecía haberse embravecido ante la llegada de los intrusos y ahora mostraba toda su furia en forma de violentos vaivenes y remolinos que tuvieron que esquivar.
—Ya no falta nada... —murmuró para sí misma, con el puño cerrado sobre su ansioso pecho. Había recorrido un largo camino hasta allí (y no pensaba precisamente en el viaje) por lo que ya no había vuelta atrás. Estaba dispuesta a afrontar las pruebas que le pusieran delante, subir un escalón más...
Y después...