15/07/2018, 17:03
—Muchas gracias, ¿sabe donde podría encontrar a otros médicos?
El débil brillo verdoso de las manos del hombre terminó por desaparecer de forma definitiva. Él suspiró y apretó con firmeza el fragmento de camiseta que actuaba como compresor contra el cuello de la muchacha.
—Al final de la calle. Te acompañaré, es lo que menos puedo hacer, ya que... —el médico interrumpió la frase y torció el gesto, claramente avergonzado y compungido—. Vamos. Tenemos que darnos prisa.
Y sin esperar siquiera la respuesta de Nabi, tomó con delicadeza a Eri y la alzó en vuelo. La gente de alrededor, al ver que la situación parecía haberse calmado, había comenzado a dejar de correr y ahora incluso se detenían con curiosidad. Pero nadie se acercó para ayudarlos.
El can se vio obligado a atravesar el río de gente, esquivando como buenamente a todas aquellas personas que iban de aquí para allá. Y aún así tuvo que soportar algún que otro pisotón de algún descuidado. Los diferentes olores comenzaron a mezclarse en su hocico; pero, afortunadamente, la indeleble marca que había dejado en Doro seguía sobresaliendo sobre el resto. Y así siguió el aroma a través de las calles que rodeaban la gran avenida, hasta que llegó precisamente...
A la casa de Doro.
Y el olor provenía de su interior.
Los tres shinobi llegaron hasta la puerta de madera de una de las casas cercanas al puerto, al final de la gran avenida. El médico, con las manos ocupadas con el cuerpo de la muchacha, llamó con la punta del pie tres veces. Y no pasaron ni cinco segundos hasta que una mujer abrió la puerta. Era vieja. Rematadamente vieja. Su cuerpo estaba encorvado por efecto de la gravedad sobre su longeva edad y su cara estaba surcada por profundas arrugas. Sus ojos, prácticamente cerrados y nublados por densas cataratas, los miraron sin ver.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz sumamente trémula y débil—. ¿Otro descuidado que se ha pasado con el alcohol? Estos jóvenes de hoy en día no saben divertirse si no es con el alcohol inundando sus venas, ay... en mis tiempos...
El débil brillo verdoso de las manos del hombre terminó por desaparecer de forma definitiva. Él suspiró y apretó con firmeza el fragmento de camiseta que actuaba como compresor contra el cuello de la muchacha.
—Al final de la calle. Te acompañaré, es lo que menos puedo hacer, ya que... —el médico interrumpió la frase y torció el gesto, claramente avergonzado y compungido—. Vamos. Tenemos que darnos prisa.
Y sin esperar siquiera la respuesta de Nabi, tomó con delicadeza a Eri y la alzó en vuelo. La gente de alrededor, al ver que la situación parecía haberse calmado, había comenzado a dejar de correr y ahora incluso se detenían con curiosidad. Pero nadie se acercó para ayudarlos.
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El can se vio obligado a atravesar el río de gente, esquivando como buenamente a todas aquellas personas que iban de aquí para allá. Y aún así tuvo que soportar algún que otro pisotón de algún descuidado. Los diferentes olores comenzaron a mezclarse en su hocico; pero, afortunadamente, la indeleble marca que había dejado en Doro seguía sobresaliendo sobre el resto. Y así siguió el aroma a través de las calles que rodeaban la gran avenida, hasta que llegó precisamente...
A la casa de Doro.
Y el olor provenía de su interior.
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Los tres shinobi llegaron hasta la puerta de madera de una de las casas cercanas al puerto, al final de la gran avenida. El médico, con las manos ocupadas con el cuerpo de la muchacha, llamó con la punta del pie tres veces. Y no pasaron ni cinco segundos hasta que una mujer abrió la puerta. Era vieja. Rematadamente vieja. Su cuerpo estaba encorvado por efecto de la gravedad sobre su longeva edad y su cara estaba surcada por profundas arrugas. Sus ojos, prácticamente cerrados y nublados por densas cataratas, los miraron sin ver.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz sumamente trémula y débil—. ¿Otro descuidado que se ha pasado con el alcohol? Estos jóvenes de hoy en día no saben divertirse si no es con el alcohol inundando sus venas, ay... en mis tiempos...