14/09/2015, 16:04
(Última modificación: 14/09/2015, 16:06 por Aotsuki Ayame.)
—¡NO! ¡NO, POR FAVOR! —gritaba, revolviéndose entre violentos aspavientos, tratando de apartarse de aquellos ojos aguamarina que estaban clavados sobre ella. Algo la retuvo agarrándola firmemente por los hombros y ella volvió a chillar.
—¡Ayame, cálmate! ¡Soy yo!
Ayame se detuvo en seco al oír aquella voz, grave y severa. Resollaba con esfuerzo y sentía las pulsaciones de su corazón en las sienes como si hubiese estado corriendo desde Amegakure hasta Kusagakure, y aún le costó algunos segundos comprender que había estado soñando y que no había ningún monstruo gigante persiguiéndola. De hecho, eran los brazos de Aotsuki Zetsuo, su padre, los que la sostenían contra el colchón. Y eran sus ojos los que estaban clavados sobre ella. El penetrante olor de los antisépticos había sustituído al del fuego, y cuando miró alrededor se vio en una habitación desconocida, de paredes y suelos inmaculadamente blancos y mobiliario prácticamente inexistente. Un armario empotrado, un par de sillas dispersas y la cama donde estaba tumbada ella era todo lo que se podía encontrar allí. Al fondo de la habitación, la lluvia repiqueteaba con fuerza contra las ventanas, a través de las cuales sólo era capaz de ver los oscuros nubarrones que cubrían siempre la Villa Oculta de la Lluvia.
—Do... ¿Dónde estoy? —tartamudeó, aún jadeante.
Zetsuo la soltó, quizás al comprobar que había terminado de calmarse. Cuando se reincorporó, Ayame se fijó por primera vez en que no vestía con sus habituales ropajes, sino que iba cubierto con una larga bata blanca.
—En el hospital —respondió, y ante la sobresaltada mirada interrogante que le dirigió su hija entrecerró ligeramente los ojos con el ceño fruncido—. ¡Te encontraron desmayada en pleno Distrito Comercial! ¿En qué cojones estabas pensando, niña? ¿Sabes la neumonía que has sufrido por esa jodida costumbre tuya de ir sin paraguas?
Ayame se vio obligada a agachar la cabeza en un gesto sumiso.
—Yo... yo... no recuerdo nada...
—¡Claro que no recuerdas nada! ¡Has estado inconsciente durante casi una semana!
—¡¿Una semana?! —aquello sí que no se lo esperaba. No sólo no recordaba nada sino que además había estado prácticamente una semana fuera de combate. ¿Pero qué era lo que le había pasado? ¿Qué era lo último que recordaba? Lo último... Lo último...—. Pero... el fuego...
—¿Fuego?
—Hacía calor... había fuego... Me quemaba...
Zetsuo sacudió la cabeza.
—Delirios de la fiebre. No ha habido ningún incendio, Ayame.
Ella asintió débilmente, aún compungida. Le resultaba terriblemente frustrante el no recordar algo que le había pasado. Y más cuando se trataba de algo tan serio como una pulmonía. Pero no le quedaba más remedio que resignarse a lo evidente.
—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme aquí?
La pregunta pareció pillar desprevenido a Zetsuo, pero enseguida salió al paso.
—No mucho más, ahora que has despertado. Un día, o quizás dos —con las manos entrelazadas tras la espalda, el hombre se dirigió hacia la puerta de salida—. Por el momento deberías intentar descansar. Traeré algo para que puedas dormir.
—No quiero dormir... —replicó, temerosa de volver a aquella terrible pesadilla y encontrarse de nuevo cara a cara con el monstruo.
Zetsuo la miró largamente antes de responder.
—Dormirás. Aún no estás recuperada del todo.
Y, sin más, abandonó la habitación. Pese a que Ayame se había quedado con las ganas de pedirle que no la dejara sola en aquellas circunstancias, pese a que le hubiese gustado pedirle un abrazo que la tranquilizara... Nada de eso sucedió, y ahora estaba sola con su conciencia.
Sólo tenía que esperar a que la obligaran a dormir y rezar porque en aquella ocasión sus sueños fueran más agradables.
Pero aquella sólo había sido la primera de las pesadillas que la acosarían a partir de ese día.
—¡Ayame, cálmate! ¡Soy yo!
Ayame se detuvo en seco al oír aquella voz, grave y severa. Resollaba con esfuerzo y sentía las pulsaciones de su corazón en las sienes como si hubiese estado corriendo desde Amegakure hasta Kusagakure, y aún le costó algunos segundos comprender que había estado soñando y que no había ningún monstruo gigante persiguiéndola. De hecho, eran los brazos de Aotsuki Zetsuo, su padre, los que la sostenían contra el colchón. Y eran sus ojos los que estaban clavados sobre ella. El penetrante olor de los antisépticos había sustituído al del fuego, y cuando miró alrededor se vio en una habitación desconocida, de paredes y suelos inmaculadamente blancos y mobiliario prácticamente inexistente. Un armario empotrado, un par de sillas dispersas y la cama donde estaba tumbada ella era todo lo que se podía encontrar allí. Al fondo de la habitación, la lluvia repiqueteaba con fuerza contra las ventanas, a través de las cuales sólo era capaz de ver los oscuros nubarrones que cubrían siempre la Villa Oculta de la Lluvia.
—Do... ¿Dónde estoy? —tartamudeó, aún jadeante.
Zetsuo la soltó, quizás al comprobar que había terminado de calmarse. Cuando se reincorporó, Ayame se fijó por primera vez en que no vestía con sus habituales ropajes, sino que iba cubierto con una larga bata blanca.
—En el hospital —respondió, y ante la sobresaltada mirada interrogante que le dirigió su hija entrecerró ligeramente los ojos con el ceño fruncido—. ¡Te encontraron desmayada en pleno Distrito Comercial! ¿En qué cojones estabas pensando, niña? ¿Sabes la neumonía que has sufrido por esa jodida costumbre tuya de ir sin paraguas?
Ayame se vio obligada a agachar la cabeza en un gesto sumiso.
—Yo... yo... no recuerdo nada...
—¡Claro que no recuerdas nada! ¡Has estado inconsciente durante casi una semana!
—¡¿Una semana?! —aquello sí que no se lo esperaba. No sólo no recordaba nada sino que además había estado prácticamente una semana fuera de combate. ¿Pero qué era lo que le había pasado? ¿Qué era lo último que recordaba? Lo último... Lo último...—. Pero... el fuego...
—¿Fuego?
—Hacía calor... había fuego... Me quemaba...
Zetsuo sacudió la cabeza.
—Delirios de la fiebre. No ha habido ningún incendio, Ayame.
Ella asintió débilmente, aún compungida. Le resultaba terriblemente frustrante el no recordar algo que le había pasado. Y más cuando se trataba de algo tan serio como una pulmonía. Pero no le quedaba más remedio que resignarse a lo evidente.
—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme aquí?
La pregunta pareció pillar desprevenido a Zetsuo, pero enseguida salió al paso.
—No mucho más, ahora que has despertado. Un día, o quizás dos —con las manos entrelazadas tras la espalda, el hombre se dirigió hacia la puerta de salida—. Por el momento deberías intentar descansar. Traeré algo para que puedas dormir.
—No quiero dormir... —replicó, temerosa de volver a aquella terrible pesadilla y encontrarse de nuevo cara a cara con el monstruo.
Zetsuo la miró largamente antes de responder.
—Dormirás. Aún no estás recuperada del todo.
Y, sin más, abandonó la habitación. Pese a que Ayame se había quedado con las ganas de pedirle que no la dejara sola en aquellas circunstancias, pese a que le hubiese gustado pedirle un abrazo que la tranquilizara... Nada de eso sucedió, y ahora estaba sola con su conciencia.
Sólo tenía que esperar a que la obligaran a dormir y rezar porque en aquella ocasión sus sueños fueran más agradables.
Pero aquella sólo había sido la primera de las pesadillas que la acosarían a partir de ese día.