14/09/2015, 00:56
Mirara donde mirara, las llamas cubrían todo lo que quedaba a la vista. Pero no estaba sola. Gritos desesperados, exclamaciones de auxilio, llantos de terror se sucedían sin parar a su alrededor. Ni siquiera tapándose los oídos era capaz de dejar de escucharlos, y en más de una ocasión llegó a desear poder arrancarse las orejas para que aquellos lamentos dejaran de atormentarla de aquella manera. Huía de ellos, corriendo sin parar, y el calor la hacía sudar copiosamente. Hasta el punto de pegarle la ropa contra la piel, pero hacía ya tiempo que había dejado de sentirlo. En su lugar, estaba más preocupada por el horrendo olor que inundaba sus fosas nasales: el olor madera quemada, a tierra quemada; y, sobre todo... a carne quemada.
—¡Papá! ¡Hermano! —se esforzaba en gritar, una y otra vez, aunque ya tenía la garganta irritada de tanto toser y su voz quedaba fácilmente ahogada por el desconsuelo que la rodeaba.
Pero por mucho que mirara a su alrededor, no conseguía ver absolutamente nada. Estaba rodeada por un denso humo, negro como el tizón, que la asfixiaba, le arrebataba el poco oxígeno que conseguía captar del aire ya enrarecido, y la obligaba a toser sin parar. Estaba tan confundida que ni siquiera habría sabido afirmar si era de día o de noche, pues la luz de las llamas decía una cosa, pero la oscuridad del humo decía otra.
—¡¡Papá!! ¡¡Kōri!! ¡¿Dónde estáis?!
Y así de desorientada vagaba por las calles de la aldea, buscando a sus familiares perdidos. ¿Pero qué había pasado? ¿Cuándo se habían separado? ¿Por qué no reconocía ninguna de las calles que estaba recorriendo? ¿Por qué no veía rascacielos, sino casas construidas con madera?
Un sobrenatural bramido hendió el aire súbitamente, haciendo vibrar la tierra bajo sus piesl y acuchillando sus tímpanos sin ningún tipo de piedad. Ayame ahogó una exclamación cuando todo el peso del mundo pareció caer sobre ella. Allí, a varias decenas de metros de su posición y más allá de los edificios en ruinas envueltos en llamas que habían terminado derrumbándose por su propio peso, una titánica silueta se recortaba contra un cielo completamente nublado por la humareda.
«Qué... ¿Qué demonios es eso...?» Estaba congelada. No era capaz de moverse. Era incapaz de apartar la mirada de aquella figura que, grande como uno de los rascacielos más altos de Amegakure, se enzarzaba con los pocos edificios intactos que quedaban y los destrozaba en cuestión de segundos como si no fueran más que cajas de cartón.
Con un violento aspaviento, el monstruo se sacudió sobre sí mismo y un objeto alargado surcó el aire como una flecha. Ayame apenas tuvo tiempo de cubrirse el rostro, con un alarido de terror, cuando el proyectil pasó a escasos centímetros de ella. Un brutal estruendo a su espalda la obligó a girarse para comprobar que había estado a punto de ser aplastada por una colosal viga. Otra persona no había tenido tanta suerte... o al menos eso pudo deducir cuando vio un líquido oscuro expandirse por debajo del listón y, a pocos metros de este, un brazo completamente cercenado.
Una arcada le subió hasta la base de la garganta, y poco le faltó para terminar vomitando.
Pero un nuevo rugido le obligo a apartar la atención de aquella macabra escena. Cuando se dio de nuevo la vuelta, comprobó con horror que el gigante se había vuelto hacia ella y mantenía una posición estática pero tensa. La misma posición que adopta un gato cuando está a punto de saltar sobre un pajarillo desvalido. Su alarido debía haber llamado su atención.
—No... por favor... —suplicó, con lágrimas en los ojos. Pero algo dentro de ella sabía que cualquier tipo de plegaria sería inútil contra algo así.
Trató de correr. Pero, como si no fueran más que dos estacas, tenía las piernas pegadas al suelo.
El titán comenzó a acercarse a ella, con pasos lentos pero seguros. Y en el momento en el que atravesó la última hilera de edificios en llamas que lo separaban de ella, Ayame supo que había llegado su final. Sólo pudo gritar antes de que la figura se abalanzara sobre ella con las fauces abiertas de par en par...
—¡Papá! ¡Hermano! —se esforzaba en gritar, una y otra vez, aunque ya tenía la garganta irritada de tanto toser y su voz quedaba fácilmente ahogada por el desconsuelo que la rodeaba.
Pero por mucho que mirara a su alrededor, no conseguía ver absolutamente nada. Estaba rodeada por un denso humo, negro como el tizón, que la asfixiaba, le arrebataba el poco oxígeno que conseguía captar del aire ya enrarecido, y la obligaba a toser sin parar. Estaba tan confundida que ni siquiera habría sabido afirmar si era de día o de noche, pues la luz de las llamas decía una cosa, pero la oscuridad del humo decía otra.
—¡¡Papá!! ¡¡Kōri!! ¡¿Dónde estáis?!
Y así de desorientada vagaba por las calles de la aldea, buscando a sus familiares perdidos. ¿Pero qué había pasado? ¿Cuándo se habían separado? ¿Por qué no reconocía ninguna de las calles que estaba recorriendo? ¿Por qué no veía rascacielos, sino casas construidas con madera?
Un sobrenatural bramido hendió el aire súbitamente, haciendo vibrar la tierra bajo sus piesl y acuchillando sus tímpanos sin ningún tipo de piedad. Ayame ahogó una exclamación cuando todo el peso del mundo pareció caer sobre ella. Allí, a varias decenas de metros de su posición y más allá de los edificios en ruinas envueltos en llamas que habían terminado derrumbándose por su propio peso, una titánica silueta se recortaba contra un cielo completamente nublado por la humareda.
«Qué... ¿Qué demonios es eso...?» Estaba congelada. No era capaz de moverse. Era incapaz de apartar la mirada de aquella figura que, grande como uno de los rascacielos más altos de Amegakure, se enzarzaba con los pocos edificios intactos que quedaban y los destrozaba en cuestión de segundos como si no fueran más que cajas de cartón.
Con un violento aspaviento, el monstruo se sacudió sobre sí mismo y un objeto alargado surcó el aire como una flecha. Ayame apenas tuvo tiempo de cubrirse el rostro, con un alarido de terror, cuando el proyectil pasó a escasos centímetros de ella. Un brutal estruendo a su espalda la obligó a girarse para comprobar que había estado a punto de ser aplastada por una colosal viga. Otra persona no había tenido tanta suerte... o al menos eso pudo deducir cuando vio un líquido oscuro expandirse por debajo del listón y, a pocos metros de este, un brazo completamente cercenado.
Una arcada le subió hasta la base de la garganta, y poco le faltó para terminar vomitando.
Pero un nuevo rugido le obligo a apartar la atención de aquella macabra escena. Cuando se dio de nuevo la vuelta, comprobó con horror que el gigante se había vuelto hacia ella y mantenía una posición estática pero tensa. La misma posición que adopta un gato cuando está a punto de saltar sobre un pajarillo desvalido. Su alarido debía haber llamado su atención.
—No... por favor... —suplicó, con lágrimas en los ojos. Pero algo dentro de ella sabía que cualquier tipo de plegaria sería inútil contra algo así.
Trató de correr. Pero, como si no fueran más que dos estacas, tenía las piernas pegadas al suelo.
El titán comenzó a acercarse a ella, con pasos lentos pero seguros. Y en el momento en el que atravesó la última hilera de edificios en llamas que lo separaban de ella, Ayame supo que había llegado su final. Sólo pudo gritar antes de que la figura se abalanzara sobre ella con las fauces abiertas de par en par...