1/09/2018, 23:31
No se podía decir que hubiese tenido una buena recepción en Uzushiogakure. Desde que había puesto el primer pie en la aldea, Ayame no había dejado de meterse en un problema tras otro. Primero la trifulca con Uchiha Datsue, después su enfado con Daruu, más tarde el enfrentamiento con aquel shinobi y su perro que le llevó a perder el control... Había llegado al punto en el que casi le daba miedo salir de su lugar de alojamiento.
«Pero no puedo quedarme encerrada para siempre. ¡Quiero aprovechar el tiempo que me queda para ver la aldea! ¡Y además debo entrenar para la última prueba del examen!» Se repetía en su fuero interno mientras caminaba por las calurosas calles de la aldea, aunque no dejaba de mirar a su alrededor con cierta desconfianza, como si esperara que se le abalanzara cualquier shinobi de Uzushiogakure desde detrás de cualquier esquina.
Con un ligero resoplido, Ayame se llevó la pajita del vaso que llevaba a los labios y el sabor dulce del granizado de sandía inundó su boca y refrescó su pecho según bajaba por su garganta. Se había aficionado a ellos desde que los había descubierto, unos pocos días atrás, y sabía que aquello iba a ser una de las cosas que más iba a echar de menos cuando tuviera que volver a Amegakure. Allí no había dulces con hielo como aquellos. No los necesitaban, pues nunca llegaba a hacer demasiado calor como para extrañarlos.
—¡Vamos, señoras y señores, prueben suerte en el juego más popular del verano: el juego de la bolita! —Una voz se alzó entre el gentío. Ya se había formado un anillo a su alrededor, pero poniéndose de puntillas y haciéndose paso, Ayame logró ver a un hombre sentado de rodillas detrás de un banco de madera. Sobre el tablero había tres cubiletes idénticos boca abajo—. ¡Oh, tenemos un voluntario! ¡Adelante, señora!
Una mujer entrada en edad se había adelantado y después de pagarle con un billete de cinco ryōs, el hombre le mostró una pequeña bola que después colocó dentro de uno de los cubiletes. Entonces comenzó a moverlos entre sí, primero de forma lenta, después más rápido, casi de forma frenética mientras canturreaba:
—¿Dónde está la bolita? ¿Donde estará la bolita? ¡Ah! ¿Dónde estará la bolita...?
Pasados unos segundos se detuvo el movimiento de cubiletes. La señora señaló uno de ellos, el que estaba en el medio, pero cuando el hombre lo levantó estaba vacío y el público alrededor exhaló una exclamación de lástima.
—¡Oh, qué pena! ¡Puede intentarlo de nuevo si lo desea, señora! ¿No? ¿Alguien más de entre el público quiere probar suerte?
«Interesante...» Pensó Ayame para sí, intercambiando el peso de una pierna a otra. Sentía la tentación de probar suerte, pero no se atrevía a dar el paso.
«Pero no puedo quedarme encerrada para siempre. ¡Quiero aprovechar el tiempo que me queda para ver la aldea! ¡Y además debo entrenar para la última prueba del examen!» Se repetía en su fuero interno mientras caminaba por las calurosas calles de la aldea, aunque no dejaba de mirar a su alrededor con cierta desconfianza, como si esperara que se le abalanzara cualquier shinobi de Uzushiogakure desde detrás de cualquier esquina.
Con un ligero resoplido, Ayame se llevó la pajita del vaso que llevaba a los labios y el sabor dulce del granizado de sandía inundó su boca y refrescó su pecho según bajaba por su garganta. Se había aficionado a ellos desde que los había descubierto, unos pocos días atrás, y sabía que aquello iba a ser una de las cosas que más iba a echar de menos cuando tuviera que volver a Amegakure. Allí no había dulces con hielo como aquellos. No los necesitaban, pues nunca llegaba a hacer demasiado calor como para extrañarlos.
—¡Vamos, señoras y señores, prueben suerte en el juego más popular del verano: el juego de la bolita! —Una voz se alzó entre el gentío. Ya se había formado un anillo a su alrededor, pero poniéndose de puntillas y haciéndose paso, Ayame logró ver a un hombre sentado de rodillas detrás de un banco de madera. Sobre el tablero había tres cubiletes idénticos boca abajo—. ¡Oh, tenemos un voluntario! ¡Adelante, señora!
Una mujer entrada en edad se había adelantado y después de pagarle con un billete de cinco ryōs, el hombre le mostró una pequeña bola que después colocó dentro de uno de los cubiletes. Entonces comenzó a moverlos entre sí, primero de forma lenta, después más rápido, casi de forma frenética mientras canturreaba:
—¿Dónde está la bolita? ¿Donde estará la bolita? ¡Ah! ¿Dónde estará la bolita...?
Pasados unos segundos se detuvo el movimiento de cubiletes. La señora señaló uno de ellos, el que estaba en el medio, pero cuando el hombre lo levantó estaba vacío y el público alrededor exhaló una exclamación de lástima.
—¡Oh, qué pena! ¡Puede intentarlo de nuevo si lo desea, señora! ¿No? ¿Alguien más de entre el público quiere probar suerte?
«Interesante...» Pensó Ayame para sí, intercambiando el peso de una pierna a otra. Sentía la tentación de probar suerte, pero no se atrevía a dar el paso.