24/09/2015, 19:28
Ayame torció el gesto ligeramente, ante el dedo incipiente del tiburón. Kaido no respondió enseguida, y cuando lo hizo desechó el tema rápidamente mientras tomaba asiento sobre una roca cercana. La había dejado con la intriga, y aquello sólo la irritaba aún más.
—¿Bonito? Bueno, supongo que como todos los días —respondió, con resignación.
Estaba a punto de preguntarle de nuevo a qué se había referido con lo de que alguien como ella debería estar de acuerdo con sus palabras sobre las excentricidades, pero Kaido se le adelantó y le plantó un nuevo dilema sobre el qué pensar.
¿Por qué no paraba de llover en Amegakure?
Con gesto distraído, Ayame elevó la vista hacia el cielo. Su mirada de avellana se perdió en el infinito mar de nubes, inamovibles, que cubrían siempre la ciudad en aquel empapado abrazo. Amegakure le debía su nombre a las eternas lluvias a las que se veía sometida día sí y día también. De hecho, tan acostumbrados estaban a aquellas precipitaciones que se habían convertido en su amiga: el día que no llovía, era un día de mal augurio. ¿Pero por qué ocurría esto? ¿Por qué en aquel lugar y no en el País de los Bosques o del Remolino?
—Pues... los más creyentes creen que es porque esas nubes son la morada de Ame no Kami, que nos bendice con su lluvia. Por eso, los escasos días que no llueve son considerados de mala suerte, porque no contamos con la bendición del dios porque alguien le ha ofendido o algo así... —comenzó a decir. Lo cierto era que ella no era creyente, aunque sí compartía aquella superstición sobre los días secos e incluso disfrutaba de la ceremonia de otoño que se llevaba a cabo en aquella misma orilla del lago—. Pero yo creo otra cosa —añadió, tras una breve pausa, e hizo bajar la mirada para mirar de nuevo a su compañero de aldea—. La aldea está situada detrás de las montañas más altas del País de la Tierra —alzó una mano, señalando un punto lejano en el horizonte que ni siquiera era visible, pero después se dio media vuelta y apuntó justamente en la dirección contraria con un movimiento deslizante—: Las corrientes de aire deben empujar las nubes hasta aquí, pero como son incapaces de superar esa barrera quedan estancadas sobre la aldea y descargan su lluvia de manera casi continua.
Bajó el brazo lentamente, antes de dirigir una avergonzada mirada a Kaido. Realmente, no tenía un conocimiento exacto sobre el mapa de distribución de las corrientes aéreas, pero su cerebro racional la había llevado a esclarecer algún tipo de razón más allá de supersticiones y leyendas relacionadas con dioses que no creía capaz de existir. Los mitos estaban bien, le resultaban muy interesantes. Pero como meros cuentos, nada más.
—Al menos, esa es mi teoría... —se explicó, con un hilo de voz mientras se rascaba ligeramente la sien, súbitamente avergonzada.
—¿Tu tienes alguna suposición, Carpa-san?
—¿Bonito? Bueno, supongo que como todos los días —respondió, con resignación.
Estaba a punto de preguntarle de nuevo a qué se había referido con lo de que alguien como ella debería estar de acuerdo con sus palabras sobre las excentricidades, pero Kaido se le adelantó y le plantó un nuevo dilema sobre el qué pensar.
¿Por qué no paraba de llover en Amegakure?
Con gesto distraído, Ayame elevó la vista hacia el cielo. Su mirada de avellana se perdió en el infinito mar de nubes, inamovibles, que cubrían siempre la ciudad en aquel empapado abrazo. Amegakure le debía su nombre a las eternas lluvias a las que se veía sometida día sí y día también. De hecho, tan acostumbrados estaban a aquellas precipitaciones que se habían convertido en su amiga: el día que no llovía, era un día de mal augurio. ¿Pero por qué ocurría esto? ¿Por qué en aquel lugar y no en el País de los Bosques o del Remolino?
—Pues... los más creyentes creen que es porque esas nubes son la morada de Ame no Kami, que nos bendice con su lluvia. Por eso, los escasos días que no llueve son considerados de mala suerte, porque no contamos con la bendición del dios porque alguien le ha ofendido o algo así... —comenzó a decir. Lo cierto era que ella no era creyente, aunque sí compartía aquella superstición sobre los días secos e incluso disfrutaba de la ceremonia de otoño que se llevaba a cabo en aquella misma orilla del lago—. Pero yo creo otra cosa —añadió, tras una breve pausa, e hizo bajar la mirada para mirar de nuevo a su compañero de aldea—. La aldea está situada detrás de las montañas más altas del País de la Tierra —alzó una mano, señalando un punto lejano en el horizonte que ni siquiera era visible, pero después se dio media vuelta y apuntó justamente en la dirección contraria con un movimiento deslizante—: Las corrientes de aire deben empujar las nubes hasta aquí, pero como son incapaces de superar esa barrera quedan estancadas sobre la aldea y descargan su lluvia de manera casi continua.
Bajó el brazo lentamente, antes de dirigir una avergonzada mirada a Kaido. Realmente, no tenía un conocimiento exacto sobre el mapa de distribución de las corrientes aéreas, pero su cerebro racional la había llevado a esclarecer algún tipo de razón más allá de supersticiones y leyendas relacionadas con dioses que no creía capaz de existir. Los mitos estaban bien, le resultaban muy interesantes. Pero como meros cuentos, nada más.
—Al menos, esa es mi teoría... —se explicó, con un hilo de voz mientras se rascaba ligeramente la sien, súbitamente avergonzada.
—¿Tu tienes alguna suposición, Carpa-san?